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Qué razón tiene Bertrand Russell cuando decía que el gobierno de una mayoría puede ser casi tan hostil a la libertad como el gobierno de ... una minoría. Y aunque las mayorías mandan, parecen sometidas a un terrible empequeñecimiento cuando los millones de votos que se depositan en las urnas se reducen a unos cientos de diputados que a su vez se disuelven en cuatro o cinco líderes de partidos. Ellos son los que mueven los hilos de un teatro democrático de marionetas que aplauden o abuchean a la orden del director de escena. A veces no saben lo que votan, sólo si hay que votar sí o no. También se equivocan o se niegan a acatar la disciplina de partido. Entonces se convierten en francotiradores de la ortodoxia y levantan sospechas de corrupción que los líderes perjudicados procuran difundir. Y qué tristeza que por unas monedas se traicionen los ideales, siempre que estos existan. Dan ganas de pensar en la justicia aplicada a los asesinos de Viriato, ya saben: «Roma traditoribus non praemiat» («Roma no paga a traidores»). ¿Pero qué pasa cuando es el partido el que traiciona los ideales? ¿Qué pasa cuando en la campaña electoral se lanzan misivas de nunca, nunca, nunca y luego, en plena legislatura, si te he visto no me acuerdo? ¿Qué tiene que hacer entonces la marioneta, seguir atado a las cuerdas de la disciplina y evitar la reflexión de ser consecuente con quienes le han elegido?

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