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Llegó el día. La segunda investidura de Trump como presidente de los Estados Unidos está aquí, y da miedo. No la ceremonia en sí, claro, que estará blindada, y será solemne, tradicional y protocolaria, sino los cuatro años siguientes que solo arrojan el lenitivo de ... ser los finales de Trump como inquilino de la Casa Blanca.
Yo pertenezco al grupo de los ingenuos, lo reconozco. Lo de presentarse a la relección me pareció una bravuconada urgida por su inconmensurable ego; no me lo creí. Y cuando fue un hecho consumado me reí de sus pretensiones ante el proyecto, mucho más coherente, de su rival, Kamala Harris. Los errores estructurales de su anterior legislatura supuestamente le inhabilitaban para reincidir. Un imputado, al fin. ¿Dónde se ha visto?
Hay un viejo proverbio que dice: Si cometes un pecado, por lo menos gózalo. Trump alimenta esta máxima. El día de la investidura asistiremos a su exultante y vanidoso triunfo –¿irá vestido con los colores de la bandera?–, triunfo conseguido mucho más que por su retórico discurso populista, por el magno poder del dinero. Un asno cargado de oro tiene el rebuzno más sonoro.
Afirmar que el dinero gobierna a los hombres no es aventurado, la historia nos lo confirma. Dinero llama a dinero. Poderoso caballero. Trump, que como su compatriota Mark Twain piensa que la falta de dinero es la raíz de todo mal, se ha rodeado de magnates podridos de millardos y enganchados al brillo argentino de los dólares. Y de la misma forma, los grandes magnates quieren rodear a Trump: Elon Musk, Jeff Bezos, Mark Zuckerberg… –estos dos últimos retractados de su antigua suspicacia–, personajes constantes en la lista Forbes, interesantes y guapos, que parecen sacados de una película de Spielberg. Tipos que envían cohetes al espacio como quien fleta un autobús del Imserso. Líderes de las principales empresas tecnológicas que, junto a los dueños de las farmacéuticas y los fabricantes de armas, son los amos de la Tierra.
Pero que respiren tranquilos: a todos ellos el nuevo presidente les favorecerá. Sospecho, no obstante, que tras tan vastos patrimonios se esconden asuntos sucios, pues hay una ley no escrita que se apoya en la imposibilidad de crear una gran fortuna de manera completamente limpia y transparente. La más reciente adquisición en el reducido grupo de magnates influyentes ha sido Dana White, un musculitos forjado en el deporte de contacto, que es el dueño de la UFC, la lucha bestia cuerpo a cuerpo sin reglas que mueve millones, y que nos remite a los gladiadores de la antigua Roma. Un magnate, dato curioso, que trabajó de botones, de portero de discoteca, de profesor de aerobic, y que pertenece a la minoría de multimillonarios hechos a sí mismos. No hay cerradura si es de oro la ganzúa.
Trump, además, no es un panoli. Y eso también da miedo. Como ser humano ha tenido casi todo al alcance de su mano: emporios, equipos de fútbol, concursos de belleza, mujeres, se ha interpretado a sí mismo en el cine… Y ahora, este mediático, histriónico, egocéntrico e hiperactivo magnate, fanático la lucha libre profesional, germófobo declarado -no da la mano si puede evitarlo por temor a los contagios- y amante de la 'fast food' vuelve, arrasando como una DANA, a gobernar por segunda vez los Estados Unidos o, lo que es casi lo mismo, el mundo entero. Un mundo herido, asfixiado y exhausto. RIP.
Sí, el mundo entero está expectante. Trump quiere dominarlo. Anexionárselo. Su alargada sombra oscurece países cercanos y lejanos. No le bastan sus confines. Su dilatado territorio es insuficiente para él como lo fue en su día para César Augusto, para los califas omeyas, para la corona española o para Gengis Kan. A balazos de plata y bombas de oro, ganó la plaza el moro. Pero Trump no hace caso de la historia. O quizás no la conoce. Ni la literatura. Ni las artes. Ya en la Convención Nacional celebrada en julio en Milwaukee, presentó un texto, revisado por él, con las acciones que el partido republicano llevaría a cabo si llegaba a la Casa Blanca. Y era sobrecogedor: de los 20 puntos dedicados a la inmigración, la economía, la xenofobia o el espíritu de la nación, no había ni uno destinado a la cultura y solamente uno, muy ambiguo, dirigido a la educación. ¿No sería mejor que, en lugar de llenar las prisiones de delincuentes, como ha prometido, intentara aligerarlas llevando a cabo proyectos culturales? Esto no es una entelequia, se sabe de programas de este tipo que funcionan.
Y, sin embargo, qué ser contradictorio y turbio: parece ajeno a las humanidades, pero conoce e imita a la perfección las conspiraciones, odios, violencias y venganzas tan bien expresadas por Shakespeare, la máxima figura de la literatura inglesa. Aunque posiblemente su corpus cultural lo ignore.
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