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Congreso Internacional de Literatura Infantil. Tokio. 1986. Michael Ende denunció en su célebre discurso 'Sobre el eterno infantil' la excesiva politización de la literatura, sobre todo en su país, la Alemania Federal, y el mensaje social persuasivo y dirigido de la mayor parte de los ... libros, incluidos los de niños.
Esto es una mera anécdota en la historia de la manipulación ideológica a través de la literatura, pero hay infinidad de ellas: desde los primeros escritos que se conservan, los vedas sánscritos, hasta las fábulas apólogas, los ejemplarios moralizantes o, más recientemente, la literatura infantil religiosa del franquismo que quería formar niños cristianos, niños dóciles que se convirtieran en adultos manejables, del mismo modo que la llamada literatura femenina configuraba un modelo de mujer que hoy, afortunadamente, ha quedado descartado. Pero los textos están ahí, y leerlos en su integridad con la perspectiva actual, nos reafirma –o nos debería reafirmar– más si cabe en posturas críticas, beligerantes, feministas y activistas. ¿No sería un desacierto suavizarlos?
Que la literatura infantil ha tenido siempre un fuerte componente educativo es un hecho. Pero tras esa postura pedagógica se esconde la verdadera finalidad crematística, fundamento nuclear de las editoriales. Esto puede pensarse ante la actual revisión de los clásicos de Roald Dahl, y hay que puntualizar que un clásico lo es, entre otras razones, por ser un libro que todas las generaciones leen con entusiasmo y que pertenece, por tanto, a una clase superior. Recordemos el caso de Australia, donde los libros de autores ingleses llenaban las estanterías. Una vez independizado el continente, estos mismos autores comenzaron a incluir en sus narraciones koalas, canguros y árboles de goma por consejo de los editores en una maniobra de 'marketing' similar a la que se pretende con las obras de Dahl antes de que sean ignoradas por los lectores del siglo XXI, como sucedió en su día con las de Julio Verne, Salgari y otros.
Pero, además, detrás de eso se esconde una demagogia estudiada y adaptada a los tiempos, una condescendencia que busca la aprobación de las ideologías imperantes. Ya hemos visto que esto no es nuevo, solo hay que revisar la historia.
Un clásico es una obra de arte. Y aquí hay que remitirse a la proclama de tantos artistas que postulan que el arte se mueve fuera de la causalidad social logrando una independencia y autonomía que lo convierten en algo suprahistórico. Adaptar las viejas novelas de Dahl al joven lenguaje inclusivo es atentar contra su esencia de obras de arte.
Según Carmen Bravo-Villasante, pionera en España en investigación sobre la literatura infantil, el tipo de sociedad que da origen a una creación literaria se puede estudiar a partir de los textos de los artistas. Es de agradecer por tanto la libertad de muchos de ellos –como Dahl–, frente al condicionamiento social de otros. Aquí reside la diferencia entre obras de primera y de segunda categoría.
Que nadie me malinterprete. Defiendo las nuevas masculinidades, el liderazgo femenino, la libertad de orientación sexual, el lenguaje inclusivo, pero no entiendo la revisión lingüística de algo que pertenece a un autor, a un lugar y a una época. Veo raro que Matilda, esa inteligente niña que a los tres años ya había aprendido a leer sola –aunque para sus padres solo era una postilla o un juanete que hay que arrancar–, de pronto sustituya las lecturas de Kipling por las de Jane Austen. ¿Qué tiene esta que no tenga el otro? Es improbable que alguien se sienta ofendido por la gordura de Augustus Gloop. Para adaptar realmente a Roald Dahl a esta nueva mentalidad censora habría que revisar, no solo ciertas palabras que no encajan en el lenguaje inclusivo, sino sus personajes, su narrativa completa. Todo en Dahl es bestial, doloroso, excesivo. Como su vida. La señora Cretino es fea, sí, muy fea. Y el señor Cretino es un viejo asqueroso, maloliente y extremadamente horrible que no se lava la barba, ni siquiera los domingos, en la que siempre hay restos de viejos desayunos, comidas y cenas.
Si nada lo remedia la editorial Puffin, auspiciada por la compañía gestora de los derechos de autor, llevará a cabo una auténtica profanación dahliana, suprimiendo expresiones, cambiando o eliminando pasajes, suavizando descripciones. ¿Hasta qué punto es legítimo modificar tan gravemente la obra de un autor fallecido?, se preguntan ciertas voces. Ya el propio Dahl realizó en vida algunas rectificaciones: los Oompa-Loompas de 'Charlie y la fábrica de chocolate' pasaron de ser pigmeos negros a blancos, para evitar alusiones a la esclavitud. Ni el travieso e incómodo Dahl renunció al servilismo de lo políticamente correcto.
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