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Los enconados debates parlamentarios a los que estamos asistiendo un poco atónitos en los últimos tiempos han puesto de actualidad algo que parecía olvidado en nuestro país, salvo en las revistas del corazón, los títulos nobiliarios. Visto el enfrentamiento entre Pablo Iglesias y Cayetana Álvarez de Toledo ... , me quedo con la duda de si la diputada beneficiaria del título de marquesa se siente orgullosa o avergonzada de poseerlo. Ello contrasta con los numerosos títulos nobiliarios que han lucido tantos políticos, españoles y de otros países, en el pasado y que cubren los nombres de tantas calles y llenan de estatuas las plazas de todas las ciudades. No creo que el hecho de ser marqués, duque o conde o cualquier otro título deba avergonzar a quien tiene la posibilidad de adornarse con tan preciado honor en un país que es una monarquía constitucional. Y no lo creo observando lo que ocurre con otros títulos similares que no conceden los reyes sino los papas de Roma, el título de «cardenal».
Son mayoría los que ignoran que el cardenal no es una orden sagrada como diácono, presbítero u obispo, los tres principales grados jerárquicos en la Iglesia Católica, sino simplemente un título honorífico que el papa concede a ciertas personas. Hace algunos años llamaba yo la atención en una tribuna similar a esta del mal uso que se hace del título de cardenal. Con motivo de una operación quirúrgica a que había sido sometido el entonces arzobispo y también cardenal Rouco Varela, la diócesis invitaba a rezar, se decía textualmente, «por la salud de nuestro cardenal». Y comentaba entonces que lo apropiado era pedir por la salud del arzobispo porque lo de cardenal era solo un título honorífico. Y establecía la comparación con un alcalde que además fuese marqués o conde y, en vez de referirse a él como «señor alcalde», se dirigiesen a él los ciudadanos como «señor conde» o «señor marqués».
Es cierto que desde hace unos siglos los papas acostumbran a dar el título de cardenal, originario de la Edad Media, solo a obispos y, en el caso de que se trate de simples presbíteros o monjes, se les consagra previamente como obispos. Pero, según el Derecho Canónico el papa puede conceder este título a un laico, aunque hace muchos años que no se da el caso. Parece que Pablo VI quiso volver a la vieja tradición honrando con el título de cardenal al novelista católico francés J. Maritain, pero desistió por la oposición que encontró en los poderes fácticos de la Curia Romana. Se les acostumbra a denominar metafóricamente los «príncipes de la Iglesia», aunque hasta el siglo XIX, los papas acostumbraban también conceder con gran generosidad el título nobiliario de «príncipe» y la ciudad de Roma está llena de familias principescas. Quizá la más conocida fue la de Pío XII, «príncipe Pacelli». Con todo, no creo que haya ningún cardenal que se avergüence de que se dirijan a él como «señor cardenal», aunque sí los hay que evitan exhibirse como tales.
Tengo amistad con dos cardenales romanos, uno salesiano y otro agustino, nombrados por Benedicto XVI y que por humildad no acostumbran a usar los distintivos externos. El agustino, un maltés con gran sentido del humor, cuando el papa, que había sido alumno suyo, le comunicó el nombramiento, manifestó: «¡Y yo que siempre había creído que el papa era infalible!». Pocos días después se presentó, por obediencia, a inaugurar un Congreso vestido con la púrpura y pidió a los asistentes que nadie se escandalizase por verle con esa pinta. He convivido muchos días con él y es la única vez que le he visto así vestido, como tampoco he visto al amigo salesiano. Y es que se da la paradoja de que, en unos momentos en que el papa Francisco ha renunciado totalmente al uso de la púrpura, viejo atributo de los emperadores romanos, son los cardenales por él nombrados quienes siguen vistiéndola.
No creo que la airada reacción de la diputada del PP porque un vicepresidente del Gobierno la denominase «señora marquesa» –lo es realmente con el título de Marquesa de Casa Fuerte– se debiese a su humildad, como en el caso de mis amigos cardenales, sino, quizá, porque las palabras contenían una evidente carga de ironía. Se explica por el enorme peso que en la política y en la sociedad en general ejercen las tradiciones y las costumbres. En Inglaterra hay una Cámara de los Lores y en sus intervenciones todos se sirven con naturalidad de este título. En España nadie se extraña de que uno rece por la «salud de su cardenal», pero el dirigirse a una diputada como marquesa puede tomarse como una provocación, según de quién provenga.
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