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Hace unas semanas tuve la oportunidad de conocer la gastronomía de un país latinoamericano, sentada a la mesa de un restaurante situado en un conocido barrio santanderino y acompañada por personas de tres nacionalidades diferentes. Pude así probar una comida diferente a la que para ... mí es habitual, conocer los puntos de vista y opiniones de personas que han nacido y crecido en un contexto muy diferente al mío, y todo ello sin moverme de mi ciudad. Y es que este encuentro gastronómico bien puede reflejar lo que desde hace décadas viene sucediendo en nuestro país: la creación de una sociedad culturalmente diversa que ha traído consigo cambios en su estructura y en las actitudes y formas de pensar de la ciudadanía (en ocasiones, por desgracia, obviando los efectos positivos de esta realidad). La interconexión cultural, la coexistencia de diferentes culturas en un mismo espacio geográfico y social, se ha convertido en una de las características de nuestro mundo, de tal manera que lo que no hace mucho tiempo era considerado como algo extraordinario, lo propio de culturas distantes, se ha convertido en habitual en nuestra cotidianeidad: los procesos migratorios, de la mano, no olvidemos, de la globalización, se han encargado de ello. Una globalización catapultada por las tecnologías de la información y la comunicación que han intensificado el alcance de las interacciones entre personas.
La sociedad multicultural que veíamos no hace muchas décadas en otros países vecinos, y que chocaba de frente con una tan monocolor y cultural y religiosamente homogénea como la nuestra, es ya un rasgo habitual en nuestro entorno. Un paseo por cualquiera de nuestras ciudades, de nuestros pueblos, nos devuelve una fotografía en la que la diversidad se ha convertido en una pieza más de nuestro orden social (junto a la inmediatez, la complejidad, la rapidez o la incertidumbre, entre otras), en el que se combinan y conviven los aspectos más vinculados a la cultura local con los propios de las culturas foráneas: ahí tenemos el ejemplo de hace apenas pocos días de la celebración del fin del Ramadán en un espacio tan simbólico en Torrelavega como el Parque Manuel Barquín. Esta realidad nos brinda la oportunidad de conocer culturas muy distantes a las nuestras sin necesidad de movernos de nuestro barrio, al tiempo que dar a conocer cómo es la propia. Estos lugares compartidos se han convertido en espacios de relación, de la misma forma que los buscamos cuando somos turistas, pero en esta ocasión en nuestros contextos más cercanos. La actitud que adoptamos cuando viajamos a lugares lejanos y nos imbuimos de otras formas de vida, debería también acompañarnos diariamente.
La coexistencia de diversas culturas nos ofrece la posibilidad de dejar de pensar en la que nos hemos socializado como la verdadera y la auténtica, el etnocentrismo que tantas veces desemboca en episodios limitadores. Las fronteras físicas, y no físicas, de nuestra sociedad hace tiempo que se han desvanecido para una parte importante de la población. No podemos caminar sin mezclarnos, sin mirar alrededor y sentirnos diferentes, sin dar un nuevo uso a espacios o sentido a algunas festividades que parecían tan arraigadas en nuestra cultura (siempre les pongo a mis estudiantes como ejemplo la fuerza que en poco tiempo ha conseguido la noche de Halloween frente al Día de Todos los Santos). No olvidemos el carácter dinámico de toda cultura, es una herencia social en movimiento, y de la difusión como mecanismo de cambio cultural entendido como el intercambio de rasgos entre sociedades. Un intercambio que siempre ha existido, los contactos con otros grupos ha sido una constante en nuestra Historia, lo que nos diferencia de otros momentos es el aumento de las posibilidades para desarrollarlos, su ritmo y su intensidad.
Tenemos la oportunidad de aprender de la diferencia, de mejorar, de olvidarnos de una sociedad en la que la homogeneidad se convierte en algo positivo, con todos los riesgos que esto implica. De dejar de pensar en la diversidad como problema y comenzar a hacerlo como una oportunidad para enriquecernos, de ver nuestras calles o barrios como lugares de encuentro y no de confrontación. Y todo ello, a la vuelta de la esquina. Aprovechemos y celebremos la diversidad.
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