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Cuando era pequeña, vivía en Santander por la zona de Los Osos. Recuerdo que antes de que colocaran semejante icónico adorno en la rotonda que construyeron, me resultaba un poco difícil de explicar dónde estaba mi casa. Podía decir que estaba cerca de Ciudad Jardín, ... pero también lo estaban los antiguos bomberos y era la otra punta; podía decir que vivía cerca de la Traída de Aguas, porque se lo escuchaba decir a los mayores, esa expresión abstracta y algo mágica, pero aquello se ubicaba aún peor. El otro punto cardinal que podía usar como referencia era la Residencia Cantabria, pero entonces me decían que mi casa estaba en Cazoña, y claro, me acaban situando allá por la Caja Cantabria, y si decía que vivía en General Dávila, lo ponía aún peor: es la más larga de la ciudad. Así que le debo a Los Osos algo más que una curiosa y antiestética manera de definir mi barrio, le debo las coordenadas en tiempos pregoogle.
El caso es que empecé a fijarme en los adornos que tenían las rotondas de la ciudad para adivinar cómo se las apañaban otros niños de mi edad si tenían que explicar dónde vivían. Cuando eres pequeño no te sabes el callejero, o te sabes tu calle y la de tu abuela, pero los demás de tu estatura no saben ubicarlas. Sin embargo, el adorno de una rotonda sí, ya fuera un objeto tan inexplicable como un osezno trepando por una roca con agua tras su madre, o algo tan grotesco como una bola de metal del tamaño de un globo aerostático con los signos del horóscopo. Que eso haya sido nuestro paisaje artístico me pregunto qué consecuencias ha tenido en nuestro criterio estético y en nuestro sentido del humor, sobre todo ahora que todas las calles y plazas que se reforman se transforman en lo mismo, en copiar y pegar el hormigón, sus perfiles afilados, lisos, puntiagudos.
Más o menos espeluznantes, los cachivaches de las rotondas nos servían y nos sirven para ubicar nuestra genealogía urbana en puntos de referencia. Hay algo identitario en decir, cuando vas hacia Tetuán, que estás a la altura de La Sardinera, o cuando vas al estadio del Racing, que estás pasando por Los Delfines. Sin embargo, a ver ahora quién es el sagaz que diferencia la esquina puntiaguda de los bancos de La Porticada, con los del trazado del paseo del Parque de Las Llamas, con las esquinas que están levantando en las aceras de General Dávila, bajo la atenta mirada del osezno y de su madre, por cierto. Es la moda, supongo. Cada época tiene lo suyo.
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