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Nunca les he pedido nada, pero hoy les voy a pedir un favor. Todo empezó con las uvas. Acababa de pasar los racimos por debajo del grifo y estaba contando por docenas para colocar el número exacto en cada plato. En la cocina había esa ... mezcla de olores previa a cada Nochevieja, con los turrones recién partidos y el jamón abierto para que respire, como el crianza, y la tarta de hojaldre en el embalaje de cartón. Lo familiar es precisamente eso, la repetición de costumbres y sabores, y todos estábamos enfrascados en lo mismo cuando apareció mi padre con una cámara de fotos en la mano. «Mira lo que me he encontrado esta mañana», me dijo, y la posó en el centro de la mesa, donde mi hermana empezaba a colocar las copas de cristal. Parecía el huevo de un animal prehistórico a punto de eclosionar.
Mi padre es montañero y desde hace años su tradición en Nochevieja es subir a La Picota el último día del año. La mañana de cada 31 de diciembre me lo imagino rodeado de compañeros del grupo de montaña de El Canchal allá en lo alto, despidiendo el año o dando la bienvenida al nuevo, fuerte, ágil, y sobre todo saciado por el espectáculo que se ve ahí arriba: desde los Picos de Europa hasta la Bahía, con las olas de Liencres a tus pies. El martes pasado subieron para celebrar en semejante panorámica la despedida del año, la que quizá sea además su última subida porque el grupo de montaña desaparece, y en ese sortilegio mi padre de repente vio la cámara que alguien se había olvidado. Empezó a preguntar, pero todos con los que se cruzaba negaban con la misma extrañeza en el gesto; quién llevaría eso teniendo una cámara infinita en el móvil. Quizá por eso, en vez de dejarla a la intemperie, mi padre la guardó. O al menos es lo que me dijo mientras contábamos las uvas.
A punto de recibir el 2025, esa cámara analógica en medio de nuestra mesa nos estaba diciendo algo más que lo evidente: marca Fuji, negra, compacta y con 16 fotos del carrete. Imaginé a alguien intentando acertar a cada disparo, encuadrando con cuidado para inmortalizar las últimas horas del año en lo alto de Monte Tolio; esa impresión de hacer una única foto, no chorrocientas, y no tener la opción de borrarla ni ver cómo ha quedado hasta que la mandas a revelar días más tarde. «Déjame que pregunte en el periódico», le dije entonces a mi padre. Y aquí estoy, pidiéndoles este favor, si conocen a alguien que ha perdido su cámara en La Picota, díganle que la tenemos a salvo, que me avise; porque aunque todo amenaza con acabar, hay cosas inmortales que persisten como las buenas tradiciones, los olores familiares y el carrete de esta Fuji, al que le quedan al menos seis fotos más en el carrete.
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Ana del Castillo
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