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Suele pasar que cuando sale el tema de montar a caballo en una conversación, alguien me cuenta anécdotas sobre aquella vez en la que se subió a un caballo que era muy malo, o que estaba loco, o que tenía hambre o la razón peregrina ... que quieran añadirle para terminar la anécdota con el definitivo desenlace de que el animal le tiró. Casi nunca es así, pero es mucho más fácil asumir que el caballo te ha tirado y no que tú no te has caído, un poco como hizo el presidente Sánchez el pasado lunes. Lo llamativo no es que cada uno tengamos una explicación distinta y propia para cualquier suceso que vivamos, sino que, aunque seamos conscientes de ese derecho al relato propio, sigamos acogiéndonos a la enmienda de que lo mío es la verdad, así, rotunda, inapelable como la partida de nacimiento. Mi opinión sobre los cinco días de duda presidencial puede ser tan distinta de la suya que pareciera que vivamos en dos planetas distintos, por eso, creo que lo mejor para encontrar la verdad es retrotraernos al origen, a la pura célula. Es muy sencillo: si uno no quiere caerse de un caballo lo único que tiene que hacer es no subirse, de la misma manera que si uno no quiere ser rescatado con hipotermia tiene que evitar las noches a la intemperie armado con un forro polar, o de la misma manera que si uno cree en la democracia no debe publicar o compartir noticias que no estén suficientemente contrastadas por mucho que crea que es su deontológico y cívico deber señalar la locura del caballo que nos lleva. Todos tenemos una razón para explicar nuestras caídas de la misma manera que todos tenemos una opinión sobre lo que ha pasado con el presidente, sin embargo, es curioso cuánto podemos llegar a parecernos, y cómo lo que nos contamos a nosotros mismos puede hacernos aún más idénticos, monotemáticos, clónicos incluso. A esto también deberíamos llamarlo 'efecto Decathlon', esa indumentaria mental que nos colocamos y nos puede hacer creer que somos montañeros. Y luego, claro, el servicio de emergencias pidiendo ayuda. Qué paradoja.

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