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La foto es sencilla, tanto que se queda atravesada en la córnea como haría una pestaña, pinchándote en lo húmedo. Es una más de las que estos días llegan tras el terremoto en Siria y Turquía, y que de tanto mostrar, empiezan a tapar lo ... obvio, que nos acostumbramos al dolor ajeno y lejano con una facilidad inhumana, con el riesgo que tiene deshumanizarse. Dicen que es por supervivencia, porque no puedes hacer nada. Pero tengo mis dudas, sobre todo con fotos como la que hizo Adem Altar, de AFP, en Kahramanmaras (Turquía).
En un fondo de escombros, hay un hombre con una cazadora naranja sentado. Mira hacia un lado, aunque mirar es por decir algo, porque lo único que sabemos es que tiene los ojos abiertos, que detrás de él, el hormigón que dividía el edificio en plantas parece hojaldre de piedra, y que su mano sujeta otra mano que emerge entre los restos. El hombre es Mesut Hancer y esa mano es la de su hija Irmak, de 15 años. La primera vez que vi la foto, un impulso eléctrico generó el relato de lo posible; pensé en cuánto tardarían en acceder con una grúa, cuánto tiempo habría de pasar agarrado a esa mano, transmitiéndole la impresión cálida de lo vivo a través del tacto. Pensé en un pistón hidráulico elevando el trozo de hormigón sobre la cama de la que emerge la diminuta mano. Todo eso pensé en un microsegundo, si es que esa es la medida que se puede utilizar para cuantificar cómo nos agarramos a la vida, cómo deseamos que todos lo hagan; ese tiempo que tarda es suceder la conexión neuronal para provocar el instinto de sobrevivir. Es así hasta que continúo leyendo y descubro que la mano es una mano muerta y que no hay opción para lo posible. Entonces me pregunto en qué nos convertimos si miramos hacia otro lado o si dejamos que nos pinche, ¿a qué agarrarnos, si no?
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