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Siempre me llamaron la atención esas casas en las que había dos salones. Uno era el decimonónico, con muebles que evidenciaban una inversión heredable, y al lado, lo que debía ser una habitación, lo habían convertido en la salita de estar, es decir, el salón ... en pequeño, con muebles sobre los que podías poner los pies, cenar con bandeja ante un pequeño televisor, derramar un café: vivirlos, en definitiva.
Pero en las casas normales, es decir, esas en las que solo había un salón donde confluían todas las cualidades habitables que se le puede atribuir a un salón, a veces había un fenómeno que resultaba tan llamativo como el primero: las fundas de plástico que protegían por completo los sofás, o bien, en vez de plástico, las telas, tapetes o fundas, cualquier tipo de material que cubriera el reposabrazos o toda la estructura para evitar que se desgastara. Te sentabas en ellos como si llevaras un traje de neopreno, haciendo crujir el polímero con el trasero, achicharrándote en verano, porque sus dueños protegían la vida útil del sofá para una posteridad de comodidad prometida.
Ahora que la revista National Geographic ha seleccionado cuatro pueblos de Cantabria entre los más bonitos del mundo y se nos ha visto el pelo, más todo lo que se nos ve en las redes sociales donde se vende la belleza y unicidad de la región con vídeos de veinte segundos –los necesarios para hacer babear a cualquiera–, recuerdo aquellas vidas dobles de lo doméstico y su intención de proteger lo nuestro para hacerlo perdurable sin caer en lo absurdo. Acaso podemos poner esas fundas para que el uso no desgaste nuestra costa, tensionada hasta el exceso durante la temporada alta y más que va a estarlo mientras sigamos haciendo eso de que aquí en verano uno pasea en agosto con 'rebequita'. Temo el exceso. Temo el exceso de exhibicionismo y también el exceso de protección, temo la afluencia raquítica y la afluencia sin fin. Temo las calles vacías tanto como las playas tan llenas que no puedes acercarte a la orilla sin pedir el VAR por los codazos. Temo que los pueblos sean parques temáticos. Temo que las políticas que han de enfrentar los retos del turismo nos vendan como oportunidad lo que en el fondo son plásticos para sofás, porque a diferencia de los muebles, esto que nos rodea no tiene reemplazo.
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