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La máquina de demolición despliega el brazo hidráulico y con sus garras abraza la palmera del jardín. Al crujir, no imaginen el estruendo que haría un árbol colosal; más bien es como aplastar un arándano con los dedos, o pelar un plátano, o cascar la ... superficie de una crema catalana. Así es como la máquina de demolición revienta el árbol o los vanos de la puerta o el tejado, así caen una por una las casas de Cerrias II, en Piélagos, condenadas a la desaparición por una sentencia de derribo que se dictó sobre ellas hace más de 25 años y que ha empezado esta semana.
Cuando la máquina vuelve a desplegar el brazo hidráulico, toma un pedazo de la ventana, y como si fuera la casa de Hansel y Gretel, la ventana se separa –una ventana de galleta, comestible, perecedera– del sólido ladrillo caravista, tan sólido como la validez de los permisos y licencias en su día en regla, tan sólido que ahora la máquina hunde sus dedos y hurga en las paredes donde no hace tanto vivía gente, gente que tenía relojes en la cocina, un armario para las conservas, fotos en una repisa, bisagras que chirrían y habitaciones donde la humedad del mar era imposible de disimular. Porque el mar está muy cerca de la urbanización Cerrias I y II, tanto como de otras que sin embargo van a correr distinta suerte.
Mientras leen esto, en Cantabria medio millar de familias habitan casas ficticias porque una sentencia las ha convertido en ilegales, y aunque la asociación AMA pelea porque la Administración agilice los trámites para legalizar suelos con nuevos planes urbanísticos o para compensar a los afectados, los legítimos dueños no poseen su propio hogar. La máquina está cumpliendo la ley, como los jueces con sus sentencias, pero que sea legal no lo vuelve justo: ¿acaso nadie vomitó por la voracidad de la política urbanística en ciertos municipios cántabros, acaso nadie se atragantó al permitir esas construcciones? Si la gula es pecado, ¿por qué no fue delito y su festín lo pagamos todos, sobre todo los afectados?
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