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Cuando visito ciudades en las que ya he estado, a menudo tengo que consultar el mapa para recorrerla de nuevo. Lo raro es que te ... pase en tu propia casa. Estos días que hemos tenido la ciudad llena de visitas y visitantes, que ha habido reencuentros en las calles donde estamos los mismos, ha sido posible volver a dejar una huella emocional en el mapa de siempre. Y para muestra, el Moondog.
Mi amigo había venido de Madrid a pasar un par de días en Santander y buscábamos un sitio para tomar algo antes de cenar. Deambulábamos entre calles sin saber bien dónde entrar, repleto como estaba todo. De repente, señalé un bar en la rotonda de La Sardinera. ¿Conoces la historia de Moondog?, me dijo mi amigo mirando el cartel del local. Encogí los hombros y empezó a contarme, y mientras caminábamos por la calle de siempre, la vi como nunca: por primera vez.
Moondog, me dijo, era un hombre que vivía en las calles de Nueva York en la segunda mitad del siglo XX. Vestido con un casco de vikingo, con capa y una barba larguísima, podía pasar por un vagabundo, pero era mucho más. Ciego desde los 16 años, era músico y él mismo fabricaba algunos de los instrumentos que usaba en sus composiciones. Un lunático, podrían pensar, pero durante esos años de psicodelia, jazz y revolución beat, impuso desde las aceras un sonido ecléctico y transgresor en el panorama musical de EEUU. Se inspiraba en sonidos de sirenas, de automóviles, en voces y conversaciones, en la percusión de cubos y latas. Grabó su primer disco, ganó fama y artistas como Janis Joplin o Charlie Parker lo encumbraron. Había compuesto la música de la calle e hizo de la ciudad una melodía. Esa fue su huella.
Ahora, mientras escribo esta columna, escucho uno de sus discos, 'Street Scene, 6th Avenue', de 1956, y me pregunto a qué suena nuestra ciudad; ahora que quedamos los mismos, ¿qué hay detrás de cada nombre, de cada esquina, cómo hacer para descubrir lo genuino en el mapa de siempre?
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