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Hay un bar en el Barrio de las Letras de Madrid donde, al entrar, huele a vino de una forma extraña. Solo hay barricas de ... solera en las paredes, no hay televisión, ni música, y algo curioso: en la media hora que pasé dentro tampoco había pantallas de móviles sino platitos donde las medias raciones danzan de la mesa a la barra en la que los camareros apuntan las comandas con un trozo de tiza. Lo mejor del bar no es lo vetusto de su puesta en escena, que lleva así más de cien años, sino que en pleno corazón de Madrid pidas una cerveza y te miren como si pidieras en Santander unos calamares rebozados.
El camarero sirve entonces dos copas de palo cortado, así lo llama, y cuando lo pruebas, en vez de un sabor melifluo y dulzón que te esperas por ejemplo de un jerez o de una manzanilla, surge algo remotamente nuevo, surge el tacto de un olor en tu boca. ¿Pero esto qué es?, preguntas. Y esto es el azar destilado. A cada sorbo de palo cortado conoces la historia de este vino que surgió por casualidad, cuando una barrica fue marcada con un palo atravesado por otra línea porque se había estropeado su fermentación y por tanto estaba en mal estado. Fue ahí, al saltar por los aires lo previsto, cuando surgió lo irrepetible: este vino.
Esta leyenda no está lejos del origen del champán, o de la penicilina, o de tantas cosas con las que convivimos mientras buscamos la lógica del control en todo lo que hacemos. Es posible que las cosas aún pasen sin querer, sin forzar, como por casualidad, sin que un propósito te haya llevado allí sino la coincidencia de cruzarte un buen día con la persona adecuada para descubrir uno de los locales más antiguos de España y con ello un sabor: qué poco y, sin embargo, cuánto. Por eso no pongo el nombre del bar, para evitar precisamente que los que no conozcan la popular taberna tropiecen con ella sin querer, como si aún fuera posible. Lo inesperado no tiene por qué ser malo. Que se lo digan al monje Dom Pierre Pérignon, que estos días levantamos nuestras copas en nombre de deseos magníficos cuando deberíamos brindar porque el azar vele por nosotros.
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Ana del Castillo
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