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Las metáforas o comparaciones más evidentes son las que más se repiten, por eso, cuando aparecen en un texto, lo único que hacen es estropearlo. Por ejemplo, si pongo en esta página que su piel era nieve recién caída, que su pelo tenía el brillo ... del sol o que su voz era el canto de un ruiseñor, lo único que hago es recurrir a lo mil veces dicho y, por tanto, resulta igual de insulso que chupar el palo de un polo al que solo le queda el color. ¿Y qué tendrá que ver el lenguaje literario con esta columna? Todo, porque esas frases hechas y manidas es lo que me viene a la mente cada vez que aparece otro escaparate vacío en Santander, porque lo único que hacemos es estropear el relato del lugar en el que vivimos, mancharlo con un nuevo ejercicio estético de rejas y pintadas que repiten la misma noción: cómo el porvenir está reñido con las rentas de alquiler que solo soportan las franquicias. Ante esta realidad entonces llega lo de siempre, es decir, lo de estropear el texto porque es lo mismo una y otra y otra vez.

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