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El espíritu del tiempo se manifiesta en los valores que orientan las conductas. En el del nuestro hay dos referencias nucleares: una, el arte de venderse y de monetizar, tiene que ver con la fase neoliberal del capitalismo; la otra, el arte de ofenderse, con ... los avatares culturales de la tercera modernidad.
El presentismo consiste en leer el pasado con lentes de hoy. Si no sucumbimos a esa pereza visual convendremos en que la forma de capitalismo global y consumista del momento tiene poco que ver con los rasgos fundacionales y es el resultado de un conjunto de factores que datan de hace no mucho más de cincuenta años –los que distan del golpe de Pinochet– cuando la Escuela de Chicago destrona el keynesianismo y el compromiso fordista, mientras que, desde otro flanco, los impulsos contraculturales y posmodernos impugnan el racionalismo y la tradición ilustrados.
Durante la mayor parte de su recorrido histórico, el capitalismo se centra en la producción y se reconoce en los rasgos que Weber identificó con la ética protestante: frugalidad, ascetismo y ahorro como promesa de salvación. Esta es la orientación que rescata Thierry Pauchant, profesor de Montreal, de una lectura de Adam Smith que, liberada de la vulgata neoliberal, dota a la economía de una dimensión moral que se orienta a la promoción de las capacidades de desarrollo personal desde el respeto a la vida colectiva.
El giro de los años 70 trasladó el foco de la producción al consumo, sin contrapeso alguno: religioso (Weber), moral (Smith) o cívico (Daniel Bell, Richard Sennet, Zygmunt Bauman, Robert Putnam…). Cuando la economía de mercado se convierte en sociedad de mercado, el mundo, incluyendo al ser humano, se trueca en mercancía y se rige por la premisa de la oferta y la demanda. Esta mercantilización es, como apunta Jonathan Aldred desde la Universidad de Cambridge, la vía por la que la economía ha corrompido todo. Desde estas premisas perturbadoras la máxima superior se resume en el arte de saber venderse o monetizar (oferta) con objeto de gozar ilimitada y frenéticamente de la opción de consumir: el 'derecho' a las cañas, al chalet con piscina y alarma, al SUV, la mascota, el viaje exótico… (demanda).
Los modelos de éxito social se inscriben en esta lógica: los adolescentes de los disturbios franceses de este verano robaban las marcas que visten los futbolistas a los que adoran. Seguramente no hay expresión más acendrada del marco consumista que la recomendación del presidente George Bush en Chicago tras los atentados del 11-S: «Viajad y disfrutad de los destinos turísticos americanos. Visitad Disney World…», el llamado 'patriotismo de mercado'. Para completar la anécdota, una de las demandas de los chalecos amarillos fue la entrada libre a Disneyland en París.
Si monetizar y saber venderse es la expresión de la realización personal por el lado material, saber ofenderse sería, por así decirlo, la contraparte espiritual. La cultura del consumo es el ecosistema de la primera; la del agravio, a su vez, es el terreno de la generación ofendida, que ha desteñido sobre el conjunto social. Un narcisismo hipocondríaco (Christopher Lasch) define las reacciones humanas cuando no se nos reconoce nuestra diferencia, se ofende nuestro orgullo tribal –las viñetas de 'Charlie Hebdo'– o no se atiende la 'deuda histórica', por ejemplo. La figura del 'destino robado', una pieza fija del repertorio discursivo de los nacionalismos, ilustra esta sensibilidad que aúna la mercantilización del capital simbólico negativo –bien por las derrotas sufridas, bien por el no reconocimiento de los 'hechos diferenciales' de cuño identitario– con el victimismo resultante de la pericia en el arte de ofenderse.
El potencial polarizador y violento de los conflictos identitarios fue atisbado por Ralph Dahrendorf, y ha sido confirmado en el paradigma del pensamiento posfundacional y validado empíricamente por un estudio del MIDEM, de la Universidad de Dresde (Maik Herold et al., 'Polarization in Europe', 2023). El virtuosismo para hacer caja con este recurso queda reflejado por Cervantes cuando dibuja a don Quijote «con mucho contento de ver cuán bien se defendía y ofendía su escudero» al reclamar para sí la albarda del barbero.
Esta sensibilidad doliente remite a las coordenadas de un posmodernismo que de la impugnación de los grandes relatos ha derivado, en virtud de la ofendibilidad, en manifestaciones propias del espíritu inquisitorial, como las distintas expresiones de la cancelación (dogmatismo reaccionario). Aunque la máxima economicista procede mayormente del ámbito de la derecha (desigualitaria) y la narcisista del de la izquierda (diferencialista), no faltan los isomorfismos y afinidades entre neoliberalismo y posmodernismo, entre el arte de venderse y el de ofenderse. Los líderes populistas son maestros consumados en ambos registros.
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