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Yo no sé si es demasiado pronto para dolerse de las heridas recientes. Convendría, quizás, no apresurarse. La pandemia continúa golpeando a los países, pero ... ya se destila en los medios y en las redes el alivio por haber superado -o eso parece- los momentos peores. El personal se vacuna con una u otra aguja y, poco a poco, la normalidad nos devuelve los viejos relatos: Cataluña y los indultos, Ayuso, Sergio Ramos (bañado en lágrimas y en euros) y, evidentemente, Netflix y sus producciones 'imperdibles'.
Recordarán ustedes que, el año pasado, en plena ofensiva del covid, nos quisieron optimistas y confinados, abriendo las ventanas a las ocho en punto para las ovaciones. Nos dijeron que de la tragedia saldríamos solidarios y mejores, y conscientes de formar parte de una comunidad de destino en lo hospitalario. Como aquellos primeros entusiastas del Nazareno que veían alegres cómo se acercaba el león en el Coliseo, recibíamos las embestidas de la enfermedad con cierto orgullo por vernos, como diría Eliot, en «nuestras posiciones, obedeciendo órdenes».
Ahora nos dicen que, en pocos días, podremos desprendernos de nuestras mascarillas para respirar de nuevo a cara descubierta. Ya saben, quienes duden de la apertura y teman aún las neumonías y los comas inducidos, serán ridiculizados y señalados por la calle como fascistas, ay, enmascarados. Desde los 'negacionistas' a los puritanos, el impacto del coronavirus en la sociedad española ha supuesto una profundización evidente en las querencias gregarias de la opinión pública, casi nunca dispuesta a saltarse las normas coyunturales e, incluso, contradictorias del poder.
Bien es cierto que los episodios últimos, de la crisis de 2008 hasta la pandemia -pasando por el asentamiento de los sistemas totalitarios de Asia como modelos de funcionamiento eficaz de la economía-, han ido confirmando la idea de que somos demasiado pequeños como para comprender la magnitud de todos los dramas. La ciencia y los expertos (aunque no puedan identificarse) guían nuestras vidas.
La otrora venerada clase media, alma y motor de la moderación en política, se presenta hoy como dócil feligresía, atenta a los discursos oficiales, al tuit más ingenioso y militante. La serie de moda, la comida a domicilio y el lenguaje inclusivo empapan la sociedad entera de una nueva ideología de inofensiva pantomima (¡cuánto bien hacen Alberto Casado y Rober Bodegas!), enormemente funcional para los burócratas con buena prensa. Pero, no se preocupen. En unos pocos días podrán dejar a un lado esas mascarillas que en 2020 pasaron de ser contraproducentes a imprescindibles y que vuelven este mes de junio a los cajones para que disfrutemos de las terrazas y los festivales «a calzón quitado». Nos lo merecemos todo.
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Ana del Castillo
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