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Una profesora de Historia del Arte de la universidad de Castilla-La Mancha, experta en el estudio de los exvotos en los santuarios, nos presentó recientemente uno de México en el que la beneficiaria daba las gracias a la Virgen de Guadalupe porque había matado ... a su marido y no le sucedió nada. Se trata de una prueba más de lo barato que puede salir matar si se asocia con la religión. Es bien conocido el caso del cardenal Arnaldo de Amalarico, el 'caudillo papal' en la cruzada contra los cátaros o albiguenses del sur de Francia. Cuando en 1207 dio a sus 'milites Christi' la orden de asalto a la ciudad de Beziers y dar muerte a todos, alguien le advirtió de que había también católicos que no compartían las ideas de los herejes. La respuesta del cardenal fue tajante: «Matadlos a todos; Dios sabrá reconocer después a los suyos». En el informe que envió después a Inocencio III hizo este resumen de su 'cruzada': «Los nuestros, sin respetar rango sexo o edad, han dado muerte con la espada a veinte mil personas y, después de una enorme masacre, toda la ciudad ha sido incendiada y saqueada. ¡La venganza divina ha logrado cosas maravillosas!».
Esto sucedía en plena Edad Media, cuando se produjo el paroxismo de matar y quemar herejes por la gracia de Dios. Pero la costumbre venía de lejos, aunque se inició relativamente tarde en la historia del cristianismo. El primero fue Prisciliano, obispo de Ávila, ajusticiado en la corte imperial de Tréveris por orden del emperador Máximo en el 385, pero a instancias de varios obispos españoles. Aunque en este caso el hecho fue criticado por las principales autoridades eclesiásticas del momento, el papa Dámaso y el obispo de Milán san Ambrosio, pronto se difundió la costumbre. ¿Qué medio más eficaz para mantener la unidad de la Iglesia que eliminar al que disentía? Una vez que las autoridades eclesiásticas se aseguraron el monopolio de decidir lo que era acorde con la fe o no, cualquier disidencia u oposición podía ser reprimida fácilmente con la condena a muerte. En el informe que un obispo inglés elevó al papa Alejandro III sobre el 'peligroso' hereje de Lyon, Pedro Valdo, en 1179, argumentaba: «No poseen nada, pues tienen todo en común, como los apóstoles; siguen desnudos a Cristo desnudo. Comienzan muy humildemente porque apenas han tomado pie. Si les dejamos hacer, seremos nosotros los que quedaremos marginados».
Cuando en el siglo XVI se produjo la segunda gran escisión en el cristianismo por obra de Martín Lutero, también sus seguidores, los denominados protestantes, se apuntaron al fácil expediente de matar al disidente. El caso más famoso fue el del médico aragonés Miguel Servet, condenado por el protestante Calvino a morir a fuego lento en la hoguera en Ginebra en 1553 por el grave 'delito' de no compartir su interpretación del dogma de la Trinidad. Servet era antitrinitario, como lo fue después Isaac Newton, a pesar de que pasó la mayor parte de su vida enseñando en el Trinity College de Oxford. Pero el ilustre físico se guardó mucho de hacer públicas sus creencias para no perder la cátedra y algo más, como le había sucedido un siglo antes en Italia a su colega Galileo. Calvino justificó la condena con el argumento de que «cuando se trata de la gloria de Dios mejor es ser demasiado severo que demasiado benigno». Le refutó el también protestante Sebastian Castellio con esta sentencia, inmortal por su claridad: «Matar a un hombre no es defender una doctrina, es matar a un hombre».
El jurista Antonio Pau acaba de publicar un bello libro con el escueto título 'Herejes', editorial Trotta, en donde estudia las peripecias de veintidós herejes, hombres y mujeres, a lo largo de la historia del cristianismo, cuya lectura recomiendo. Quizá los casos individuales impresionan más por tratarse de personas con nombres y apellidos. Pero me parecen más graves las matanzas colectivas de herejes anónimos, como fue el caso recordado de los cátaros.
Nunca en la historia de la humanidad la vida ha estado tan defendida por las leyes civiles como en las sociedades modernas occidentales. Sin embargo, la mayoría de las Iglesias y los movimientos Provida a ellas asociados se presentan como los grandes defensores de la vida. Condenan el aborto porque lo consideran un asesinato, incluso en el caso del óvulo recién fecundado.
No pensaba así el gran teólogo san Agustín, quien defendió que el aborto hasta los tres meses de gestación no era un crimen, pues antes el feto no tenía alma. En el caso del aborto, el debate entre médicos, juristas, moralistas y teólogos reside en distinguir entre un ser vivo, como es el caso de un óvulo fecundado, y un ser humano. Pero ¿piensan todos los antiabortistas lo mismo que Castellio cuando manifestaba que «matar a un hereje es matar a un hombre»?
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