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Siguen pintando bastos en la actualidad. En consecuencia, resulta cada vez más necesario escuchar y leer reflexiones de personas que aportan; es decir, de las que al manifestar algo subrayan matices de relevancia, encendiendo luces al final del túnel. Hace unos días leí varias ... consideraciones del catedrático de psiquiatría Enrique Rojas, mente preclara donde las haya. Elegía a contracorriente, en plena decepción general, el audaz argumento del optimismo. A la suprema hora de analizar con rigor cuanto acontece en nuestro querido país de alegrías y desdichas en bucle, jolgorios y hundimientos de ánimo, planteaba una retadora introspección en lo profundo del ser, en ese tipo de dudas abiertas, y de ordinario sin cerrar, que los ciudadanos sólo asumimos cuando el caprichoso destino nos coloca entre la espada y la pared. Pocas veces, por tanto. Muy pocas.
Afirmaba, como siempre con lúcido criterio, que «el mundo se ha ido alejando de lo espiritual y se ha vuelto cada vez más materialista. Y esto es malo, porque se prescinde de uno de los ingredientes más importantes de la vida, que da respuesta a las grandes preguntas: ¿de dónde venimos, a dónde vamos, cuál es el sentido de la vida, qué importancia tiene el amor, qué hay después de la muerte? Y un largo etcétera de cuestiones que parpadean cuando nos interrogamos por las cuestiones esenciales».
Considera que hay dos tipos de traumas: los macro, impactos de gran alcance, y los micro, vivencias negativas que derivan en lo que denomina «un sumatorio de adversidades». Y que todos los sufrimos. Todos. Añade que ante ellos es preciso «tener altura de miras, perspectiva, visión larga de los acontecimientos... y saber relativizar y valorar las cosas con moderación y justeza de juicio. Este es un arte en donde se mezcla sabiduría e inteligencia. Todo está en nuestra cabeza: la felicidad y el desencanto».
No cabe duda de que una de las lecciones más provechosas que, por la cuenta que nos trae, deberemos aprender de los efectos de la maldita pandemia consiste en diferenciar entre lo clave de la existencia y lo prescindible (aquellos que no lo consigan, no se irán de rositas: antes o después tendrán que pagar un carísimo peaje que, de rebote, afectará a su entorno). Ello exige abandonar las habituales prisas y dedicar cada jornada un tiempo a lo sustancial, a cuanto nos reconcilia con nuestra condición de seres humanos. Seres vulnerables, sí, pero también dotados de ilimitado poder interior para forjar, vía esfuerzo, un destino individual y en comunidad. El verdadero cambio del mundo empezará por el cambio de cada cual en su actitud ante él. Así de sencillo y así de complejo.
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