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Un año después del regreso de los talibanes al poder, Afganistán es una gran mazmorra en la que los derechos humanos y las libertades son pisoteados sin piedad por el fanatismo integrista, mientras la amenaza de la hambruna se cierne sobre 20 millones de ... personas, la mitad de su población, según advierte la ONU. Un país controlado por un régimen de terror que retrata el rotundo fracaso de Occidente en su intento de crear una democracia tutelada tras dos décadas de ocupación, que no sirvieron para construir unas instituciones sólidas en las que se reconociera la sociedad por la ineptitud de sus gestores y una corrupción generalizada. La mejor prueba de tal fiasco fue que el Ejército entrenado por Estados Unidos y sus aliados, que en teoría ya estaba en condiciones de valerse por sí mismo para garantizar la seguridad nacional, apenas opuso resistencia a los insurgentes que tomaron Kabul envalentonados por el anuncio de la retirada de las tropas internacionales, ejecutada de forma entre caótica y humillante. En paralelo, el Gobierno huía y dejaba a su suerte a la población.
La insostenible situación de Afganistán no puede ser más parecida a la que EE UU y sus socios pretendían evitar cuando se hicieron con sus riendas. El fundamentalismo islámico ha convertido a las mujeres en seres casi sin derechos e invisibles en la vida pública, obligadas a cubrirse el cuerpo por completo, cuando no a matrimonios forzosos, y con crecientes restricciones en el acceso al trabajo y la educación. La tormenta perfecta compuesta por una Administración incapaz de gestionar los servicios básicos y las sanciones internacionales dirigidas contra los talibanes, pero que repercuten en la ciudadanía, ha alumbrado una gigantesca crisis económica y una pobreza tan extendida que el país bordea la catástrofe humanitaria. Además, la ejecución por parte de la CIA del líder de Al Qaeda Ayman al-Zawahiri, oculto en una vivienda de Kabul, ha dejado al descubierto la vinculación del régimen con el terrorismo yihadista en una flagrante vulneración de los acuerdos de Doha firmados con Estados Unidos.
La sucesión de errores estratégicos de Occidente está en el origen de la desesperante pesadilla que sufren los afganos. La comunidad internacional se comprometió hace un año a no olvidarse de ellos, lo que supone buscar fórmulas para proporcionarles la ayuda económica y la solidaridad que necesitan sin hacer el juego a los talibanes.
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