Memoria de papel

Cementerio de Ciriego. Más frío aún. El granizo es nieve asentada. Sesenta y nueve años más tarde, la curiosidad lleva al cronista al camposanto donde se le sepultó. «¡Dios mío, qué solos se quedan los muertos!» La rima LXXIII de Bécquer admite una apostilla: «¡Y qué indefensos!». Triste asunto. La sepultura horizontal se volatilizó para siempre. Nada queda de la lápida, de blanco mármol o jaspeada piedra. Sus restos fueron inhumados, en la manzana 92. Y ante la falta de alguien que corriera con los gastos del traslado a una tumba a perpetuidad, quedaron anónimamente confundidos con la tierra cuando sobre ésta se alzaron naves de nichos verticales. Triste fin para un notable. Ya no hay dónde llevarle flores u ofrecerle un respeto. El epitafio romano acabó imponiendo su ley: «Me extrañarán mis objetos». El objeto de sus objetos fue El Diario Montañés, cuya primera piedra puso. Y sobre ésta, 7.889 piedras más. Siete mil novecientas ediciones del diario de su digna dirección. Que en las hemerotecas le extrañan. Hoy, su memoria es de papel.