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Leyendo el pasado domingo en el siempre magnífico XL Semanal la amplia entrevista publicada con el reputado actor británico Anthony Hopkins y la reflexión que transmitía mediante ella sobre el éxito, recordaba la gran cantidad de veces que a lo largo de mi trayectoria ... profesional he tratado el asunto con protagonistas del espectáculo y otros universos que en un elevado porcentaje de casos colocan al individuo en el escaparate de la loa sin freno, desmesurada. «El éxito es muy peligroso. Un poco de diversión está bien, pero el éxito no resuelve tus problemas; puedes comprarte un casoplón, pero el casoplón no va a arreglarte la cabeza; puedes comprarte un cochazo, pero el cochazo tampoco va a arreglártela. Con el tiempo aprendes a tomarte las cosas con más calma», decía Hopkins, que ha experimentado etapas muy opuestas. Es el tiempo, sí, el único lenitivo para muchos males de la especie. Contribuye a desinflar su ego y, en paralelo, a indicarle dónde radica la esencia de la vida.
La relación de personas que partiendo de la nada alcanzaron la cumbre de lo que hoy se considera éxito es interminable. Y ya son sinónimo de olvido, pozo de la historia en el que todos acabaremos. «Cada uno es responsable de su vida y el ser humano está al mando de sí mismo. Se trata de coger lo bueno como parte activa y para eso hace falta autodisciplina, voluntad para el esfuerzo y responsabilidad, además de ilusión y optimismo. El que es vital no es un cantamañanas, sino que hace lo óptimo para que suceda lo que desea», afirmó un día, dispuesto a buscar luz en la oscuridad, mi inolvidable amigo y psicólogo Bernabé Tierno.
Bernabé sabía muy bien –¡cuántas veces lo hablamos los dos!– de qué iban las claves de la existencia. No en vano escuchaba a diario las angustias de múltiples víctimas de una sociedad obsesionada por conquistar el número uno, por ser «triunfador». Es decir, una sociedad en la que, y así le va, quien no destaca vía popularidad no sirve o sirve para poco, que no sé qué es peor.El éxito resulta igual de efímero que la vida. Obsesionarse con él deriva, pues, en absurdo. Incluso suele propiciar dramas de fondo. Cualquiera está capacitado para asumir el placer de instalarse en su pedestal, pero nadie lo está para desalojarlo: la vanidad lo impide. Por si no fuera suficiente cada párrafo aquí escrito y matizado al hilo de la cuestión, recuérdese como remate la lúcida afirmación de Albert Camus: «El éxito es fácil de obtener. Lo difícil es merecerlo».
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