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Socia fundadora de PROA Comunicación
Empieza agosto con otra polémica varada en la orilla de la sede del Ministerio de Igualdad. Imágenes tuneadas de mujeres XXL conforman un bodegón de objetos robados a pie de playa. En primer plano, la campaña bienintencionada, buenrollista y adolescente ... donde se exorcizan los complejos desde dentro. En escorzo, el afán moralizador de una Administración que ha venido a salvarnos a todas. De fondo, el oportunismo que carga el diablo. En medio de las capas de diseño que repintan constantemente la realidad, varias mentiras, un delito y el consenso mayoritario: la casa de Montero y el feminismo oficial de salón necesitan un reset.
El ministerio de los claims y las campañas virales ha confundido la política transformadora con el maquillaje. Colorete sobre piel inerte. Embellecedor con menos vida que el efecto del desodorante. Todas las mujeres de talla grande se sienten hoy más señaladas que nunca cuando descansan en sus tumbonas, porque el feminismo de estrategia artificial les ha puesto encima la equis de la utilización con una imprudencia pubertosa crónica.
Hemos asumido con naturalidad que el Instituto de la Mujer y su casa madre son solo productoras de contenidos. Contenidos más ideológicos que sociales. Pancartas, carteles, banderolas, polémicas tuiteras. El virus de la superficialidad contagiando su viruela de todas las verdaderas conquistas de la mujer española.
Coincide la campaña varada de Montero con la reciente dimisión en cadena por motivos de salud de mujeres que ostentan cargos públicos. Adriana Lastra y su embarazo de riesgo. Dolores Delgado y el zigzag de su columna. Macarena Olona y su historia clínica. Son tres ejemplos reales que nos cuentan en titulares que la sociedad laboral que habitamos se está convirtiendo progresivamente en un hábitat hostil para vivir. Que en este mundo nos falta el aire. Que hemos estirado el chicle de nuestras capacidades priorizando la eficacia y desollando nuestros cuerpos y nuestras almas por el camino. Tendemos a sobrevivir y enfermamos en este escenario vital convertido en ochomil en el que solo están listas para tirar del carro mujeres de pasta dura, como Edurne Pasabán.
Vamos con tacones, pero deberíamos calzar crampones, porque todas las laderas se entiesan cada vez más. Hemos arañado la igualdad sin profilaxis. Hemos peleado nuestro ascenso profesional para llegar a todo sin medir el vértigo. Hemos emprendido sin controlar las dificultades del sistema y el peso del desgaste. Hemos acabado julio sacando el pañuelo de auxilio por la ventana, y sabemos que el curso que viene los indicadores de la inflación nos obligarán a apretarnos el cinturón todavía más.
Lastra, Delgado y Olona son tres puntas sonoras del iceberg. Pero basta ir por la calle mirando a los ojos a las personas para entender que este ritmo frenético de las sociedades contemporáneas nos está minando a todas y a todos. Salimos. Aceleramos. Corremos. Nos pisamos. Ejecutamos. Andamos atolondrados por el mundo como pollo sin cabeza. Nosotros también hemos aterrizado en estas vacaciones casi por inercia, como si el stop fuera la única bombona de oxígeno que nos ayudará a dejar de vivir como zombis.
Ante este panorama sin photoshop, estas campañas tontas que pilota el ala loca del Gobierno se convierten en guijos de punta afilada que pisamos a pie desnudo por las arenas movedizas de la incertidumbre y el cabreo. El Ministerio de Igualdad es una esquina del Metaverso donde los problemas reales están en otra galaxia y las mujeres reales, cada vez más enfrentadas a esa histeria de carteles locuaces de dibujos animados.
El cartel de Montero es una metáfora perfecta. Publicidad disfrazada de política que dispara por la culata. Una vez que han sonado el tiro y la traca palpamos que nos desborda la grasa de las dificultades y la celulitis de la marginación política. Ellas, ellos y elles -claim, lema, guerrilla, puentes volados, desapego, trauma, herida, error- ejercen el poder ministerial comunicando como un teléfono fijo descolgado en una de esas casas vacías de esperanza que miran a agosto como si fuese el cielo y a septiembre, como a la espera de un infierno en llamas.
La política y la comunicación en realidad tienen más cosas en común: no son publicidad, son un servicio público, y el éxito de su desempeño depende de la capacidad de escuchar sin prejuicios. Lo demás: puros naufragios. Qué a gusto se piensa contemplando la bahía en Santander.
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