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Acaba de cumplirse un año de que el demócrata ruso Alexéi Navalni murió en la cárcel, seguramente asesinado por las autoridades. Era un abogado que ... provenía de una familia militar con una actitud política crítica, y entendía que «el mayor error que Occidente comete sobre Rusia es equiparar el Estado ruso con la población rusa». Deploraba que su país, saqueado a fondo, estuviese construido sobre sobornos y favores. Por esto con 35 años de edad formó en 2011 la Fundación Anticorrupción. Quería agitar la conciencia del mayor número de ciudadanos rusos, empujados a un fatal desaliento inducido desde el poder. Dos años después fue el segundo candidato más votado para ser alcalde de Moscú: obtuvo el 27% de los votos; dos de cada tres moscovitas se abstuvieron de ir a las urnas.
Navalni no estaba dispuesto a vivir con miedo: «En mi fuero interno sé que esto es lo que tengo que hacer». Reivindicó hasta el último día que no estaba loco, que no era un irresponsable ni un temerario. Se le fue impidiendo sucesivamente presentarse a otras elecciones; calumniado, se le abrieron causas penales de forma continua. No perdía el ánimo y confiaba en el poder de la verdad, aunque fuera a largo plazo. Lo cierto es que fue envenenado con agentes químicos, y habría muerto de no haber sido trasladado a Alemania y hospitalizado. Angela Merkel le visitó y le indicó que no tuviera prisa en volver a Moscú. Cinco meses después ya estaba de vuelta. Iba a una muerte anunciada. Al aterrizar fue detenido y ya no salió vivo de las cárceles; tres años de malos tratos, privado sistemáticamente de sueño y de atención médica. Ahora es un símbolo de libertad y decencia.
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Ana del Castillo
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