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Es una experiencia a prueba de nervios, muy desagradable, y de la que apenas nadie se libra: se va haciendo raro hablar u oír a ... personas que sintamos vivas. El ejemplo más notorio se encuentra en el teléfono, no son ya las llamadas 'spam' (advertidas, por suerte, como sospechosas por numerosos móviles), sino que cualquier consulta o petición que debas efectuar es para ponerse a temblar. Voces robóticas que no desaprovechan la oportunidad para lanzarte ofertas, no paran de preguntar y no entienden nada de tus palabras espontáneas, sino que te exigen repetir lo que te urge hasta que aciertes con una palabra que coincida con las que tienen programadas. Resulta irritante, pero solo nos queda aguantarnos y, tal como a muchos les gusta hoy repetir con ramplonería, «es lo que hay».
No poca gente evita todo contacto humano y prefieren escribir mensajes (por correo electrónico o 'whatsapp') antes que hablar cara a cara. A veces es más práctico y rápido, ciertamente, pero no siempre es así. Hay quienes incluso rompen con su pareja mediante mensajes de móvil, un desprecio añadido o una incapacidad insalvable para conversar (que, a diferencia del simple hablar, requiere un respeto y una cierta aproximación).
El abandono de la práctica de escuchar y mirar con atención genera relaciones defectuosas y una pérdida enorme de perspicacia. Es un serio problema, pues discapacita para establecer vínculos y conexiones humanas sólidas y sensibles. Y quien no encara este problema no sabe lo que se hace. ¿Ha de sorprendernos que tantos muchachos, desatendidos por sus mayores, eviten hablar de lo que sea con quienes no coincidan con ellos de pe a pa?
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Ana del Castillo
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