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Mi abuela solía cortar a aquellos padres que proclamaban la prodigiosa inteligencia de sus hijos, con un comentario irónico: «Ya, si de pequeños son todos muy listos, pero cuando se hacen adultos, se atontan». Casualmente, el periodista Juan del Val ha sido acusado de incitación ... al odio -además de amenazado y vilipendiado en las redes- por hacer una broma similar en televisión, aunque menos ácida. Más absurda me resulta la quema de miles de libros en Canadá, por ofender a los colectivos indígenas, mediante obras tan «tendenciosas y socialmente peligrosas» como 'Asterix', 'Lucky Lucke', 'Tintín' o 'Pocahontas'. Esta quema ritual de libros prohibidos seria simbólica de la nueva 'Santa Inquisición de lo políticamente correcto' que nos invade. Como toda inquisición, se basa en la acusación de los congéneres, en aras de cuestiones tan subjetivas como el buen gusto, los modales o el respeto. Es lo que yo denomino el 'gen-Torquemada' que todos llevamos dentro, y que se ha disparado a raíz del boom de las redes sociales y de la aparición de la pandemia con sus policías de balcón.
Así, los esperanzadores movimientos de indignados dan paso a los acusadores movimientos de ofendidos. Ambos serían herederos de la Contracultura del 68 que, paradójicamente, usaba el humorismo, la transgresión y la provocación como modos de protesta. Y luchaba en las universidades por la libertad de expresión (incluso de la expresión soez), pero también por las reivindicaciones de las minorías. Esto último acabaría degenerando en un proceso denunciado por el dibujante Robert Crumb, cuando explica que el cómic underground surge de la libertad creativa de los años 60. Sin embargo, en los 70, los movimientos de izquierda se inventan la corrección política y aquellas mismas revistas que le contrataban diez años antes, pasan a censurarle. Y es que el movimiento de ofendidos es transversal en lo ideológico. Aunque surge de la derecha conservadora -que desarrolló términos acusadores como: irreverente o sacrílego-, posteriormente se extiende por sectores progresistas, dando pie a otros términos más modernos de acusación como: no inclusivo o excluyente. Cada vez son más los sectores sociales potencialmente ofendidos, pero todos compartirían una cierta mojigatería, una falta de sentido del humor y una convicción de que sus ideales o cometidos son demasiado serios para que nadie les pueda faltar el respeto.
Este proceso supone el enterramiento de brillantes tradiciones culturales como la sátira del Siglo de Oro -Quevedo, Góngora-, el humorismo vanguardista -Gómez de la Serna, Jardiel Poncela-, o el humor negro surrealista, con Bretón a la cabeza (a este paso hasta el nombre de humor negro será censurado).
Sin olvidar la filosofía griega, con aquella actitud denominada «parresía», que significaba la sinceridad en el hablar -opuesta a la adulación y la hipocresía- e incluía la burla contra el gregarismo social y los abusos de poder. En esto fue un maestro Diógenes, quien se atrevía a usar la parresía hasta con Alejandro Magno. Además de la conocida anécdota en la que el emperador le concede cualquier deseo y él sólo le pide que se aparte porque le tapa el sol; estaría aquella otra en la que Alejandro le pregunta «¿qué haces mirando fijamente esa pila de huesos humanos?». «Estoy buscando los huesos de tu padre, pero no consigo distinguirlos de los de un esclavo», fue el zasca con que el filósofo cínico obsequió al emperador.
Sin duda, los mejores humoristas de mi generación hubieran tenido problemas hoy para desarrollar su obra. Y no solo el controvertido Benny Hill, sino genios como los Monty Pithon, Les Luthiers o Gila. Lo mismo que programas televisivos como 'La Bola de Cristal', o formaciones musicales como Siniestro Total, Los toreros muertos o Javier Krahe.
Afortunadamente dicho proceso también ha dado al traste con un tipo de humor -burdo y carente de ingenio- basado en la mofa humillante del desfavorecido: chistes de gays, gangosos, gitanos o mujeres. Pero el peaje a pagar ha resultado caro: estamos en una sociedad en la que para destruir una brillante carrera profesional o política, ya no se buscan trapos sucios, como relaciones adúlteras o pecaminosas. Tampoco veleidades juveniles, como haberse enfrentado a la policía o probado sustancias ilegales durante los 60 (a Bill Clinton le «sacaron» las tres cuestiones). Ahora sólo hay que rastrear en redes sociales y hemeroteca, hasta dar con un comentario inapropiado que pueda ser difundido, previamente manipulado y sacado de contexto.
Una sociedad del espectáculo en la que algunos raperos y políticos -ciertamente con pocas luces y mucho afán de postureo- son encarcelados por unas letras que criticaban al rey emérito y enaltecían el terrorismo, en el primer caso. O por hacer un paripé o amago de referéndum de independencia, en el segundo. Aunque los protagonistas de ambas iniciativas puedan parecernos unos impresentables, no se puede tratar de igual forma la boutade o la provocación simbólica que los auténticos actos de terrorismo o golpes de estado violentos.
Una sociedad tan políticamente correcta, que se queda en las formas y se despreocupa de la esencia, aplaudiendo a aquellos que utilizan un lenguaje inclusivo, al margen de que en la vida real puedan ser personas totalmente tóxicas, machistas, racistas o prejuiciosas.
Y es que la parresía del filósofo griego no solo consistía en la franqueza en el hablar, sino también en el vivir. La congruencia entre palabras y hechos, la elección entre postureo o autenticidad, he aquí la cuestión...
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