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«He cometido el mayor pecado que se puede cometer. No he sido feliz», dejó escrito Jorge Luis Borges. «Por si no lo saben, de eso está hecha la vida, solo de momentos. No te pierdas el ahora» aconsejaba el escritor y poeta argentino en ... un bello texto, tal vez falsamente atribuido. «Yo era uno de esos que nunca iban a ninguna parte sin un termómetro, una bolsa de agua caliente, un paraguas y un paracaídas. Si pudiera volver a vivir, viajaría más liviano». Recuerdo a Borges porque hoy ha muerto Lía, una joven de treinta años a la que ni siquiera le dio tiempo a conocer la infelicidad. Se ha ido sin despedida y por sorpresa, sin que mediara enfermedad alguna, cuando todavía volaba bajo y ligera de equipaje, pero con un presente brillante y consolidado y un futuro abierto y prometedor. La eterna sonrisa de Lía se ha borrado para siempre.
No se la llevó el covid, el virus que sigue matando. Pasó la enfermedad durante las fiestas navideñas con el simple síntoma de una ligera pérdida de olfato. Ya se había recuperado, ejerció de nuevo su trabajo eficiente y colaborativo y preparaba un viaje al extranjero para visitar a su hermana. Dicen sus compañeros, otros jóvenes, que la muerte súbita de Lía les hace replantearse sus prioridades para vivir cada día como si no hubiera un mañana. Pero el tiempo amortigua el duelo y relativiza las intenciones. Cada día muere Lía, una Lía, cualquier Lía, de forma imprevista e injusta. No perdernos «el ahora», como sugiere Borges, se complementa, quizá, con el necesario aprendizaje de la importancia de decir «te quiero», y no solo sentirlo, según me confesaba en sus últimos días Severiano Ballesteros: valoremos los regalos que la vida nos ofrece.
Porque la vida, un caleidoscopio de cosas extraordinarias, es el atardecer de invierno de la bahía santanderina, la mirada traviesa de un niño, la caricia de una madre, la rojiza luz que escapa por poniente y muere y renace en el sol de segunda oportunidad, la mano tendida de un amigo, las alubias de la abuela y las historias fantásticas que nos contaba el abuelo. Mas la vida es cruel, y por eso nos alienta Benedetti a empezar cada vez, «aunque la ingratitud sea la paga, aunque la incomprensión corte tu risa, aunque todo parezca nada». Para Gil de Biedma, quien comparaba la vida con el teatro y quiso marcharse entre aplausos, «ha pasado el tiempo / y la verdad desagradable asoma: / envejecer, morir, / es el único argumento de la obra». Pero hoy ha muerto Lía, una joven de treinta años a la que la vida no le permitió envejecer, y el mundo se ha vuelto triste y peor.
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