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La opresión sobre las mujeres se remonta a la prehistoria en un largo camino de obstáculos, derrotas y victorias. Hemos andado mucho en 20 siglos ... las mujeres, y lo que nos queda, hermanas.
Para saber dónde estamos y adónde vamos es bueno saber de dónde venimos. Puedo hablar de lo que he vivido. Venimos de sufrir, unas más que otras, una dictadura. Un Régimen que las madres de nuestra generación padecieron en múltiples aspectos: eran 'las reinas del hogar', las 'amas de casa', frases eufemísticas para ocultar que estaban relegadas al espacio doméstico. Destinadas, mejor decir condenadas, a ser madres abnegadas y esposas hacendosas y obedientes. A tener y a criar todos los hijos que les mandaba Dios y las demandas de su marido, porque ellas gracias a una educación sexual perversa, las ideas católico-apostólicas grabadas a fuego, el miedo a quedarse embarazadas y la famosa 'marcha atrás', poco gozaban. Una abnegación que suponía la renuncia a casi todo: al crecimiento personal; al tiempo y ocio libres; a la carrera profesional; al trabajo, en muchos casos. Aunque no se dijera en voz alta, eran consideradas menores de edad: hasta 1933, debido al empeño de la diputada Clara Campoamor, no disfrutaron del derecho al voto. En los años cincuenta, las mujeres seguían bajo la custodia del varón y pasaban de la tutela del padre a la del esposo. El hombre era el que traía el dinero a casa y quien lo administraba a su gusto. No tenían ninguna libertad: su 'reino del hogar' era en realidad una cárcel, su 'dominio de la casa', una servidumbre.
La sociedad puritana y pacata, ultraconservadora y tristona, que impuso el Movimiento Nacional, pretendía una mujer «reserva de los valores espirituales de Occidente». Una mujer adoctrinada desde niña en un sistema maniqueo, dócil y mojigato, teledirigida al novio formal y al matrimonio para toda la vida. Una mujer sumisa y fiel. Y a la que no se casaba, se la humillaba con aquella frase despreciativa: «Ésa se ha quedado para vestir santos». La rebeldía era castigada con suma dureza. No digamos la insubordinación y el desacato a la moral establecida. Las prostitutas eran tratadas como delincuentes. Entraban en la cárcel sin pasar por ningún proceso judicial y no sabían cuándo serían liberadas. Todavía en el año 1976, se mantenía esta indefensión. Pude constatarlo personalmente en una fugaz estancia carcelaria por motivos políticos: a raíz del homicidio en un club de alterne de Laredo, metieron en la trena de la calle Alta a las cinco mujeres que allí trabajaban, sin sumario ni juicio alguno, y hasta tanto terminase la investigación policial. Tuve la oportunidad de hablar con ellas de lo divino y de lo humano en la sala común de la prisión. Fue una experiencia inolvidable.
El lastre y la caspa de tradición conservadora y reaccionaria que ha sometido a la mujer todavía se mantiene hoy, no ha desaparecido del todo. La discriminación profesional perdura, aunque en menor grado. En el género del teatro, por poner un ejemplo, cifras recientes muestran que de cada 32 dramaturgos solo 6 son mujeres y la cantidad se reduce cuando se habla de directores o de técnicos. Más amplio es el colectivo de actrices que siguen labrando un duro camino, aunque plagado de éxitos con relevantes estrellas.
En el momento actual, hemos avanzado en autonomía y derechos, pero no hemos conquistado aún la igualdad plena. La brecha de género se mantiene abierta; repasemos algunas de sus heridas: nuestro nivel de ingresos es aproximadamente un 20% inferior al del hombre; muchas mujeres renuncian a sus trabajos para atender a sus hijos; incluso en los sectores profesionales más altos, las mujeres se estancan al tener que compaginar responsabilidades domésticas en un grado muy superior al de los varones; la mayoría de las tareas caseras y de cuidados siguen recayendo en las mujeres y no están remuneradas; cuando la pareja se rompe, lo más habitual es que la madre se quede con los niños y, por desgracia, es frecuente el impago de las pensiones correspondientes por parte del padre, así que ellas se las ven y se las desean para salir adelante; etc., etc. Un estudio estadístico de 2020 refleja que las trabajadoras cántabras dedican una media de cuatro horas semanales menos que los hombres al trabajo remunerado y 14 horas más que los varones en la atención al hogar y a la familia.
Capítulo aparte merece la violencia machista, desde el maltrato físico y verbal al crimen más cruel. Los datos oficiales suman 1.132 víctimas mortales, a partir del 1 de enero de 2003, fecha de inicio del registro. Aunque en el año 2021 se ha reducido el número de asesinadas, la cifra sigue siendo escalofriante: 43 mujeres perdieron la vida a manos de sus parejas o exparejas. Y se ha duplicado el número de menores víctimas de esta lacra: solo en 2019 fueron 22, con una edad media de 8 años. Hacen falta medidas de protección eficaces, más centros de acogida, igualdad de salarios, educación sexual, acceso universal a los métodos anticonceptivos, el derecho efectivo en la sanidad pública al aborto y medidas paritarias y obligatorias de conciliación y corresponsabilidad de mujeres y hombres en la crianza y en los cuidados familiares. Y, sobre todo, queda mucho trecho para algo que a mí me parece imprescindible para la independencia y la emancipación de las mujeres: la autonomía económica, el trabajo remunerado fuera del hogar. Esa es la verdadera llave de la libertad femenina, la puerta para ejercer y ampliar nuestras competencias y derechos.
Las mujeres a estas alturas de la historia somos imparables. Lo hemos visto de nuevo este 8 M: miles de feministas maduras junto a jóvenes al son de los tambores y la alentadora presencia de varones. Hemos conquistado la voz y no nos vamos a callar. Hemos luchado y vamos a seguir luchando por nuestros derechos, conscientes de que suponen también avances para los hombres, la infancia y las personas mayores. Nuestros derechos no suponen merma de los derechos de otros. Porque la justicia y la igualdad son la base de una vida en común plena. Para ella es imprescindible la paz. Por eso, clamamos bien alto contra todas las guerras, tristes guerras, y, en el dramático momento actual, contra la brutal ofensiva de Putin y la invasión de Ucrania. No podemos presenciar impasibles el dolor de un pueblo y su sangre derramada para que cuatro oligarcas se enriquezcan ni aceptar mudas los crímenes que podrían arrastrar al mundo entero a las puertas del infierno.
¡Aquí estamos las feministas! ¡Y ya no nos para nadie!
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Ana del Castillo
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