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Hablaba el otro día en El Diario Montañés Francisco Vázquez de Quevedo acerca de que los nombres de las calles de una ciudad evidencian una manera de culturizar a la ciudadanía. Y es cierto, al estudiar los nombres de las calles de una ciudad, vemos ... que los callejeros no son únicamente una herramienta útil a la hora de ubicarse en el trazado urbano, sino que, además, son un instrumento pedagógico al servicio de los poderes públicos. En nuestro país esto es así desde que, en 1858, durante el reinado de Isabel II, se aplicó una Real Orden que obligaba a todas las ciudades a poner una placa en cada calle para indicar su nombre en algún lugar que fuera visible, generalmente al principio o al final, aunque también en plazas, cruces e intersecciones.
Hasta 1858, por tanto, las calles de nuestras ciudades no tenían nombres, digamos oficiales, pero la gente sí que las nombraba y conocía. Muchos de los topónimos que, por tradición oral, se fueron transmitiendo generacionalmente y que, por lo general, hacían referencia a las actividades que se realizaban o a las personas o familias que vivían en esas calles, han sobrevivido al paso de los años y hoy forman parte de nuestros callejeros, como ocurre en el caso de Santander, por ejemplo, con la calle del Monte, la calle del Medio, la Alameda Primera, la plaza de Cañadío, la calle Alta o la calle del Asilo.
Al tiempo que estas denominaciones populares se incorporaron oficialmente al callejero de las ciudades, fueron también incluyéndose nuevos nombres a medida que se fueron dedicando nuevas calles a personas, a colectivos, a instituciones, a lugares o a hechos históricos. La elección de esas dedicatorias, en cuanto que estas suponían y suponen un reconocimiento público, puede y debe entenderse, por ello, como una forma de ejercer el poder por parte de las élites y de los gobernantes de cada momento histórico.
Decidir a quién o a qué se dedica una calle, en definitiva, es un acto político y, al tiempo, es también un acto de memoria, en el sentido de que esos nombres, al ser hechos públicos, pasan a formar parte del imaginario social y de la memoria colectiva, de la memoria de la ciudad y de la ciudadanía. Los callejeros constituyen un claro reflejo de nuestra sociedad y, por tanto, del desigual tratamiento que los gestores de la memoria han dado y dan a los hombres y a las mujeres a lo largo de la historia. La escasa presencia de mujeres en los espacios públicos de nuestras ciudades es una muestra más de las muchas que podríamos señalar sobre la desigualdad de género todavía presente en nuestra sociedad y en nuestra ciudad. Santander tiene 788 calles; con nombre de mujer 45, apenas un 6% frente al 50% con nombres de varón.
Una cifra, en nuestra ciudad, que simboliza la discriminación histórica hacia las mujeres y al reconocimiento de sus aportaciones. Un escaso porcentaje de nuestro callejero reconoce la importancia social, cultural, científica o histórica de las mujeres.
Y ¿quiénes son ellas? Su número es tan escaso que el espacio de este artículo me da la oportunidad de enumerarlas a todas. Hay 45 calles con nombre de mujer, 15 nombres pertenecen al ámbito religioso, las santas: Ana, Clara, Lucía, María de la Cabeza, María Egipciaca y María Micaela y las vírgenes: Del Faro, Del Milagro, De la Paloma, La Milagrosa, Madre Soledad y María Auxiliadora. Relacionadas con la nobleza: las infantas, infanta Luisa y las reinas: Isabel II, Isabel la Católica, María Cristina y Victoria. Damas ilustres y benefactoras: Luisa Pelayo e Inés D. del Noval. Hay también mujeres profesionales, en su mayoría escritoras: Alfonsina Storni, Concepción Arenal, Consuelo Berges, Elena Soriano, Emilia Pardo Bazán, las hermanas Brönte y Rosario de Acuña; la bailaora Carmen Amaya; una jurista, Clara Campoamor y, entre las mujeres santanderinas nacidas en la ciudad, una pintora, María Blanchard, la periodista y política Matilde de la Torre y las escritoras Concha Espina, Elena Quiroga, Ana María Cagigal y Matilde Camús. En el grupo de los personajes de ficción hay uno de Benito Pérez Galdós (Marianela) y otro de Pereda (Sotileza). Los nombres de miles de mujeres, los comunes representan también el 14%.
Efectivamente las calles forman parte de nuestra experiencia cotidiana. Calles y más calles son las que dan nombre a los lugares donde vivimos, donde compramos, donde estudiamos, donde jugamos, donde leemos, donde nos divertimos...
Las calles tienen historia. Historias de vivencias: allí nos conocimos, allí tuve miedo, allí jugaba... Historias de la ciudad: allí había un museo que se quemó en el incendio, allí nació este escritor, allí veraneó la reina. En las conversaciones cotidianas aparecen a diario: a dónde se va, dónde se queda, dónde trabajo, en dónde vivo y, para las niñas, dónde se juega. Jugar en la plaza de Pilar Miró o salir por la calle Victoria Kent, les servirá de referente, de modelo. Podrán jugar a imaginar que de mayores van a ser directoras de cine o luchadoras políticas.
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