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Es la vida una contradicción constante. Un pantano fangoso y a la vez una postal paradisiaca. Un dislate y un regalo acertado...
Como dice un buen amigo, una mierda maravillosa. Cada uno transcurre por ella como buena -o malamente- puede.
En este camino incierto hay ... dos mundos paralelos: el 'físico' y el 'digital'. Al primero algunos le llaman 'real', descartando que el segundo lo sea. Y, aunque no tangible, para mí es una realidad de rabiosa actualidad. Y yo por ambos mundos transito.
Me levanto de la cama y lo primero que hago es abrir la persiana del mundo 'físico', adivinando qué tipo de clima nos vendrá dado hoy; si me recibe el azul del cielo tengo más posibilidades de contar con una buena jornada. Si son las nubes las que me dan el primer buenos días, tendré que poner de mi parte para sacar el día adelante. Ya me autoimpuse hace un tiempo que lo primero que vieran mis ojos al despertar no fuera una pantalla de dispositivo aún recostado en la cama. Eso sí, sin que pase mucho tiempo me asomo al mundo digital. Activo el sonido de mi teléfono, el cual casi no utilizo para hablar y sí para otros muchos menesteres, mientras humea a mi lado el primer café del día.
Ojeo qué nuevos mensajes he recibido mientras estaba en el mundo de los sueños: mails de publicidad que han conseguido colarse en el buzón de entrada y se libraron de entrar en 'no deseados', whatsapps que si no respondo al momento acaban hundiéndose en el abismo y me hacen quedar mal con gente a la que realmente quiero responder, mensajes que anuncian descuentos salvajes de productos que estuve curioseando... Luego paso a las redes sociales. Redes sí; ¿sociales? Tengo dudas...
Se ha escrito, hablado e incluso gritado muchísimo sobre esto. No será esta mi columna más original. Pero creo firmemente que las nuevas generaciones son las que tienen el enorme reto de equilibrar su presencia en ambos mundos sin sufrir grandes daños personales. Más allá de la edad o madurez personal de cada uno, si te asomas al universo digital es imposible -en mayor o menor grado- que no te despierte el ansia por consumir, que no se avive alguno de tus complejos, que no te haga pensar que tu vida no es fabulosa..., acercándote a una insatisfacción permanente y peligrosa. Por ejemplo, si ves tu cuerpo desnudo frente al espejo y después te asomas a Instagram, es probable que no quieras bajar a la playa o, si lo haces, que sea con cierto aire de inseguridad. Aunque una vez sobre la arena te das cuenta de que el 99% de los cuerpos que ves no son los de la citada red.
Bronca aparte es Twitter -en esta red no caigo-, que saca tu flema política hasta el punto de guerra civil digital, avivando peligrosamente las bajas pasiones de cada uno. En el bar nunca se llega a esa cota de ira, salvo en deshonrosas ocasiones con altas dosis de alcohol a altas horas de la noche por gente con alta predisposición a la trifulca.
Un temido mensaje -por esperado- me dice que esta semana he utilizado mi dispositivo más tiempo que la anterior, y me hace pensar que si cada semana me viene diciendo esto algo no va bien. El propio mundo digital te propone una limitación en tiempo, consciente de que abusar de él puede ser dañino. ¿Te imaginas que al entrar en un bosque o en una playa te encontraras un cartel que te dijera: «Por tu propio bien no permanezcas aquí mucho tiempo» o «Últimamente estás viniendo mucho por aquí»?
Estoy convencido de que en el equilibrio está la calma, o sea, algo parecido a la felicidad pero sin ir tan allá. Como dice mi hermano navarro Kutxi Romero (Marea): «Somos unos desequilibrados perdiendo el tiempo en su búsqueda».
Señoras y señores, se me hace urgente terminar esta columna/reflexión para volver a acariciar mi querido teléfono y seguir llevando la contraria al concepto budista de «La paz está en el interior de uno mismo». ¡Qué carajo! Mejor me voy a dar un paseo por la bahía. Si queda alguna lectora o lector al otro lado, sólo me sale desearle toda la suerte del mundo en la búsqueda de esa ansiada paz.
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