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Estaba de pie frente a la puerta del edificio, muy quieto, observándolo todo. Tendría unos nueve años y no era la primera vez que se ... detenía allí. Nada extraño, ya que la calle estaba situada entre la suya, donde nació y vivía, y la de la escuela pública en la que pasó sus años infantiles. Mediaba la tarde, y aunque el niño sabía que la mayor actividad llegaba al comienzo de la noche, ya a esa hora entraban y salían los periodistas, veía a veces al fotógrafo y saludaba al propietario del taxi número uno de Santander, su vecino Leoncio Mayo. La plaza de Cañadío, en la que no había bares, ni uno solo, la de Pombo y la acera de la iglesia de Santa Lucía eran los escenarios de los juegos olvidados de los chicos del barrio de principios de los sesenta: fútbol, comba, chapas, peonza, canicas, hurrias salvajes, arcos y flechas, escondite y muchos más.
Era su barrio de pintores y músicos, poetas y escritores, monjas y curas, gente del teatro, historiadores y bomberos, pero sobre todo de periodistas. A los dos diarios de la ciudad apenas les separaban unas decenas de metros, y no muy lejos, en el tercer piso del Club de Regatas, emitía Radio Santander. Un día, cercana la Navidad, feliz Navidad aquella, su amigo el fotógrafo le invitó a traspasar la puerta. Y el niño miró asombrado los ruidosos teletipos, las linotipias, la rotativa, los grandes bloques de papel a los que llamaban bobinas, y aprendió la jerga del antiguo oficio: estereotipia, suelto, noticia, tirada, versales, caja baja, fotograbado, plancha, exclusiva, revelado, editorial, cuerpo, fuente, difusión, cícero, corondel, componedor, columna, titular, corresponsal, olivettis y underwoods. Fue entonces cuando la decisión se hizo firme: «seré como ellos».
Paso a paso, perseverando siempre, el niño se hizo mayor y cumplió su sueño. Alumno atento y aplicado de viejos zorros curtidos en la selva de la vida, dedicó al aprendizaje todas las horas del día. Empezó desde abajo, cada vez le fueron confiadas más altas responsabilidades, ascendió por derecho, sin pisar a nadie, con respeto a todos, acumuló tanta experiencia y reconocimientos que las nuevas generaciones lo llamaron maestro, acudió a los eventos internacionales más importantes y se hizo cargo de distintas secciones del periódico. Este es el cuento de esta Navidad, un cuento real, que relata cómo algunos sueños se cumplen a través de la hoy desconocida cultura del esfuerzo. Una historia que valora sobre todo el mérito, en la que caben todas las profesiones y en la que el protagonista puede ser cualquiera. Este, ese, aquel, usted, yo mismo.
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Ana del Castillo
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