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Han pasado tres años, por lo que el enano regordete y malévolo tendrá ahora seis o siete. Lucía un gorro de lana, un abrigo, una ... bufanda multicolor y la expresión taimada de quien la va a armar sin remedio. No pregunté su nombre y apenas le vi unos minutos, pero le recuerdo en las fechas cercanas a la Navidad, cuando la ciudad se ilumina, las calles se llenan de gente, intercambiamos obsequios y los niños se mueven inquietos en espera del comienzo de las fiestas, que si han perdido en parte su sentido religioso, conservan la esencia de las convocatorias familiares. El virus lo ha cambiado todo y no hay lugar para las grandes celebraciones, pero tan importante como observar con rigor las medidas sanitarias, lo es mantener vivas las ilusiones infantiles y esa hermosa ingenuidad que concede el poco tiempo vivido y el mismo tiempo se va llevando.
Las Navidades no son lo que eran, quizá por el efecto natural del paso de los años, aunque a veces, como en el breve encuentro con el pequeño, regresemos hasta la edad inocente de las tardes de Nochebuena en la que los portales estaban abiertos de par en par, porque poco se le puede quitar a quien poco tiene, permitiendo así la entrada en las casas de los vecinos en busca del premio de un mazapán a cambio de un villancico. Eran días antiguos de figuras de barro y ríos de papel de plata en el modesto belén y diversión en la calle con chapas de botella, canicas, un balón multicompartido y ningún lujo, aguardando, impacientes, el regalo de una muñeca de cartón, una pistola de madera o un juego de parchís. En aquel entonces, siguiendo la tradición, los Reyes Magos viajaban en camello desde algún punto del Lejano Oriente y eran hombres y tres.
Vi venir al cabroncete. La tarde iba dando paso a una noche fría, sin lluvia ni viento, y el agua del pilón que está frente a la catedral semejaba tanto un espejo que, reflejado, el templo no parecía uno sino dos. Era el momento. Preparo la cámara, y ahí llega el cabroncete, derecho al estanque. No andaba ni corría, trotaba. Me mira, sonríe, vuelve a mirar y a sonreír, y mete rápidamente los dedos en el agua con el fin de arruinarme la foto. «¿Qué estabas haciendo?», pregunta tras culminar la faena. «Ya nada», respondo. El joven padre le pide que no moleste, pero el enano bromista sigue hablando y me gusta oírle. «¿Ves esa estrella? -señala las luces que adornan la calle-. Yo tengo una igual, bueno, más pequeña. Es que va a nacer Dios, ¿sabes?». «Sí, hijo, lo sé». Por eso le recuerdo cada Navidad. Era simpático el cabroncete.
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