Entre los días 11 y 13 de octubre del año 1974, el PSOE celebró un congreso histórico en Suresnes (Francia). Se cumplen ahora 50 años. No pasaron diez, justamente fueron ocho, cuando Felipe González, también en octubre, pero del 82, obtuvo en las elecciones generales ... una mayoría absoluta de 202 diputados que no sido repetida. Parece lógico preguntarse qué sucedió en aquel congreso y cómo se desarrolló la política socialista desde entonces en España. Aquel congreso fue de ruptura, hasta tal punto fue de quiebra, que durante un tiempo hubo dos partidos socialistas, el nuevo, el renovado, y uno histórico. Sí, hasta ese punto llegó la desavenencia política e ideológica.
Los socialistas del interior ya habían anunciado su descontento dos años antes, durante el congreso de la UGT, eligiendo a Nicolás Redondo Urbieta secretario general y pasando la dirección del sindicato, hasta entonces en manos de los exilados, a España, al interior. Se trataba fundamentalmente de que se hicieran cargo de las organizaciones socialistas los que se arriesgaban a ir a la cárcel en el interior, pero, sobre todo, se reivindicaba que quienes conocían el pulso de España, los cambios que estaban transformando el país, y sobre todo la situación política y sindical, fueran los que tomaran las decisiones estratégicas.
Tuvieron que coincidir múltiples factores para que aquellos congresos históricos pudieran realizarse. Primero fue necesario que el PS se fuera recuperando de las terribles redadas que le diezmaron en los años 50 (Tomás Centeno, presidente de la sexta Comisión Ejecutiva en 1952, injustamente sepultado debido a la apropiación de la lucha antifranquista por los comunistas, fue un dirigente socialista muerto en la cárcel en 1953 por las torturas recibidas). En segundo lugar se unieron unos jóvenes que vieron en el PSOE el mejor instrumento para hacer política; entre los depositarios de la legitimidad histórica sobresalían Ramón Rubial y Nicolás Redondo Urbieta; entre los jóvenes, Felipe González, Alfonso Guerra y Enrique Múgica.
Tengo para mí que en aquel grupo los más moderados, para sorpresa de los que desconocen la historia, eran los templados por la actividad sindical, que les había llevado a tener una relación franca y sincera con los sindicatos centroeuropeos y nórdicos. Pero todo el grupo del nuevo PSOE incorporó una serie de características políticas e ideológicas que les hizo y les hace reconocibles, aún por sus adversarios.
Si el prestigio de un partido político se mide por la influencia que tuvo en la modernización de su país, no cabe duda que la edad de oro del partido fundado por Pablo Iglesias se inscribe en los años entre los que fue protagonista desde la oposición de la Transición (compartiendo ese papel principal con el rey Juan Carlos, con la UCD de Adolfo Suárez y del PC de Carrillo, que reconociendo implícitamente el fracaso de la propuesta comunista, apostó sin reservas por la reconciliación nacional) y los años de los gobiernos presididos por Felipe González, que modernizaron definitivamente España.
Aquellos socialistas apostaron por ser un partido reformista, alejado de cualquier radicalismo. La UGT abogó por los acuerdos interconfederales con el Gobierno y la patronal o un Estatuto de los trabajadores, que removió la legislación laboral franquista; el PSOE lo hizo por el acuerdo con otras fuerzas, firmando los Pactos de la Moncloa o negociando una Constitución, que por primera vez en la historia moderna era de la mayoría de los españoles, no de una parte de los españoles. Internamente el PSOE lo hizo situando al marxismo como una influencia más entre las que definían el discurso ideológico del nuevo socialismo. En fin, muy pronto se convirtió en un partido más cercano a Willy Brandt o a Olaf Palme que al socialismo mediterráneo, representado por Mitterrand.
Fue un partido que sin descuidar nuestro pasado reciente, como tampoco lo hizo Adolfo Suárez, nunca se sintió secuestrado por una historia que había pasado dramáticamente a galope por todos los españoles. Miraron fundamentalmente hacia el futuro, porque las sociedades que se ensimisman con los rencores de sus mayores no progresa. «Nosotros somos quien somos. / ¡Basta de Historia y de cuentos! / ¡Allá los muertos! Que entierren como Dios manda a sus muertos. / No vivimos del pasado, / ni damos cuerda al recuerdo. / Somos, turbia y fresca, un agua que atropella sus comienzos», de Gabriel Celaya.
Siempre fue un partido con vocación mayoritaria. Nunca se dirigió solo a los suyos, se dirigió, en aquellos años llenos de esperanza para la mayoría, a los españoles. Hacer un discurso para la mayoría les obligó a la moderación política y les alejó de las cavernas ideológicas de quienes se creen en posesión del Santo Grial para salvar a la Humanidad, aunque esta no quiera.
Esa apertura de su discurso la hicieron compatible con el rechazo a propuestas ideológicas en aquel tiempo todavía en boga internacionalmente como el comunismo y a otras que siempre han gozado en España de un inmerecido prestigio como lo es la de los nacionalismos periféricos.
Reformistas que miraban al futuro, moderados que integraron a España en Occidente, completaron la labor iniciada por una generación de políticos valiosa, liderada por Adolfo Suárez, injustamente zaherido en su momento.
No debemos reducir el número de los socialistas a los citados hasta ahora, pero aquellos, los protagonistas, no fueron personas de una sola batalla en su vida. Estuvieron entonces dispuestos a perder su libertad, luego a enfrentarse a sus propios compañeros por la defensa de la clase trabajadora y ahora a ser injustamente injuriados por defender sus ideas. Debemos agradecer mucho a todos los que dieron aquella batalla de renovación, piensen lo que piensen ahora, pero hay que recordar a los cuatro o cinco personajes insobornables, que siguieron defendiendo lo que creían justo. Por mi parte termino dejando a los lectores que pongan los reparos razonables que consideren, aceptados de antemano, y reivindicando a ese grupo reducido de personas porque sin arriesgarse a ser libres, a ganar o perder con sus ideas, la política no merece la pena, ni para quienes la practican ni para quienes la sufren.
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