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Rememorar aquellos años de feliz infancia es viajar a La Llama, que, más que un barrio, era un pequeño pueblo donde había de todo y ... donde nos aislábamos –cual aldea gala– habiendo puesto nuestra 'barreras' físicas en las Casas de los Maestros, en la subida a Geloria, en el barrio de Miravalles, en los colegios de los Sagrados Corazones y en la calle 'De la luz'. Era nuestro intramundo. Teníamos cuanto necesitábamos y nos habíamos instituido en familia putativa, sentimiento que ha perdurado a lo largo de un siglo, afecto que ha pasado de abuelos a padres, de hijos a nietos. Quienes nacimos en La Llama sellamos, sin proponérnoslo, un pacto de amistad y cariño imperdurable.
Los años 50 y 60 fueron los de nuestra vida en un territorio donde todos se preocupaban de todos, donde nadie era ajeno, donde participábamos, como coprotagonistas, de los 'grandes' acontecimientos de aquella ciudad que iba creciendo desmesuradamente, con gentes venidas de tantos lugares en busca de trabajo y bienestar, pero que nos dejaban a los de La Llama en una especie de ínsula habitada por vecinos 'de los de siempre'. Las ferias de ganado y las fiestas de La Patrona rompían la monotonía de esa Torrelavega provinciana, siendo para todos acontecimientos en absoluto baladíes.
Eran nuestros abuelos y padres, torrelaveguenses de 'toda la vida' –ya que la ciudad no cambió sustancialmente en esta zona, hasta bien entrados los años 70–. Así pues, durante los años del ecuador del siglo pasado, nuestro territorio era una especie de Arcadia en la que primaba la aristocracia del trabajo, que siempre fue el mejor título que tuvimos los torrelaveguenses. De aquellos oficios, inicialmente artesanos o ganaderos, crecieron apellidos como Mallavia, Estrada, Obaya, Argüello, Pérez, Compostizo, Casanova, Sañudo, Campos, Ingelmo, Natural, Muela….
No había ricos ni pobres, todos éramos iguales y compartíamos un barrio que, tanto en el hogar como en la calle, era nuestra casa. Una tranquilidad solo interrumpida por algún coche o el barrendero que, con un carro, recogía las basuras que se depositaban en la acera en unos cubos metálicos recubiertos de papel prensa –¡para cuánto han servido los periódicos!–. En verano, no era infrecuente ver llegar a las colchoneras que instalaban sus banquetas delante de cada portal y, sobre ellas, posaban el enramado de varas de avellano. Era el momento de dar aire a los colchones de lana, que, una vez destripados, vareaban sin miramiento para espirlos y que aguantaran cómodos un año más. Recuerdos imborrables de un barrio que ha cambiado por entero su imagen, aunque nos quedan como memento algunas casas a las que solo miramos con nostalgia aquellos que nacimos y vivimos en La Llama.
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Ana del Castillo
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