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En 2013, fui invitada por el comité de empresa de Sniace a escribir un libro sobre la lucha que sostuvieron estos trabajadores para mantener abierta ... una fábrica de la que dijo, quien fuera su presidente, que «solo la salvaría un milagro». Se trataba de reflejar la odisea que 850 trabajadores, sindicalistas, y algún político (no todos) –unidos en un acoplamiento impensable– vivieron para evitar el cierre de una 'fabricona' que había dado de comer a los torrelaveguenses durante medio siglo. Lo más fácil fue ponerle título: 'Sniace: el triunfo de la voluntad', porque así fue aquella indudable epopeya. 20 años después de un tremendo encierro, que durante tres meses aplastó ilusiones y la salud de sus protagonistas, Torrelavega vuelve a mirar sus despojos esperando que, como el ave fénix, renazca devolviéndola vida.
Este renuevo se coló como noticia «espectacular» en la campaña para las elecciones municipales de mayo pasado, exhibido por el entonces consejero, López Marcano, y profusamente replicada por López Estrada, candidato a alcalde: una planta de hidrógeno verde con 250 empleos que estaría operativa en 2027. Preocupa ahora el sonoro silencio, casi mortuorio, desde entonces. Esto me devuelve a los años en los que Torrelavega se volcó en cuerpo y sentimiento hacia aquellos trabajadores, algunos de los cuales perdieron la salud, precio del crudo invierno entre rejas. Permítanme que aquellos hombres y mujeres vuelvan a nuestro recuerdo porque el agradecimiento suele ser débil. Lo hago con el documento que los trabajadores publicaron al término del encierro, en marzo de 1993, recordando a los ciudadanos que cada día salieron a la calle a acompañarles en las largas 45 jornadas de frío y desamparo.
Al Gobierno de Cantabria «y especialmente a José Luis Gil, entonces consejero de Medio Ambiente, por su actitud de comprensión y ayuda a los trabajadores porque gracias a él se encontraron muchas soluciones», y añado, incluso haciéndolo en contra del criterio de compañeros de gabinete que no encontraban justificación a meter el pie en aquel ingrato charco. A alcaldes, como José Gutiérrez Portilla, que llegó a interponer su cuerpo entre la Policía y los obreros en una fortísima carga policial. A los periodistas, policías locales, párrocos y comerciantes que arrancaron las hojas del «debe» para que a sus familias no les faltara lo necesario. Y a los sindicalistas que mantuvieron en pie aquella incruenta lucha: José Manuel Colio, Julio Cacho, Juan José González, Antonio Pérez, Luis Vidiella, José María Palencia, Francisco Arce, José Andrés Linares (UGT), José Maria Grúber, Gonzalo Sordo, Teresa Escalante, Mercedes de Pedro, Ricardo Muriedas, Manuel Ortiz, Constantino García (SU), Manuel Señas, Enrique Mier, Valeriano Gutiérrez (CC OO), Manuel Gómez, Carlos Martínez, Pedro Mallavia, Francisco González (Independientes) y Fernando de la Rasilla (USO). Ahora vagan por el olvido porque la ingratitud es el precio con que se paga los favores que quizás fueron inmerecidos.
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Ana del Castillo
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