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Serán muchos los torrelaveguenses que hoy, a las doce, rodearán a un hombre muy especial, a un pastor sin báculo, a un sacerdote que, sin ... quererlo, ya es un referente en la historia cotidiana de esta ciudad. Juan Carlos Rodríguez del Pozo, párroco de Nuestra Señora de la Asunción, celebrará con sus vecinos veinticinco años de vida dedicada a la Iglesia y a hacer el bien. Constancio y Toñi recibieron en su preciosa casa de Mataporquera al quinto de sus hijos, un niño que de chaval ya parecía estar destinado a ayudar a los demás desde la cercanía y con las creencias que en su casa le inculcaron. Pero no. Aquel muchacho se fue a estudiar a Burgos con los Hermanos Maristas y, cuando quizás tenía definido otro futuro mas intelectual, su padre le llamó porque en el Banco Español de Crédito de su pueblo necesitaban un botones. Y comenzó una carrera que bien pudo haber terminado como la de los bancarios de entonces, los que desde chicos de los recados llegaron a sentarse en la mesa de dirección. Lo digo porque enseguida vieron en la empresa sus cualidades, le formaron y le mandaron a prestar sus servicios a una oficina mayor, en Reinosa, donde a los 28 años ya era apoderado.
Pero su vida no iba a estar entre las letras de cambio, sino con las ovejas que Francisco quiere. «Se veía venir», decían en su pueblo. Dejó todo y se encaminó hacia el seminario, donde se formó en las disciplinas universitarias y canónicas que hicieron de él un seminarista culto –talludo para aquellos tiempos– y después sacerdote a los 34 años. De Corbán a Unquera, de Molleda de las Helgueras a San Pedro de Baheras y Prío. No se le escapó al obispo la personalidad de su sacerdote al que nombró delegado de la juventud y vicario territorial, enviándole después a Torrelavega para ocuparse de la emblemática parroquia que fundara Ceferino Calderón. No era fácil la tarea. Esta parroquia es la frontera entre la Torrelavega más próspera y la menos privilegiada. No podía ser cualquier persona la que equilibrara este peso.
La Torrelavega de toda la vida debía recibir a llegados de muchos lugares del mundo con las manos vacías. Lo ha conseguido. Una marea de personas se unieron a él en este empeño llevando a su parroquia el calor que faltaba en muchas cocinas de otros vecinos a los que la vida y la suerte no les había jugado una buena pasada. Quizás en ese extraordinario esfuerzo encontró la dura enfermedad su acomodo, pero no pudo con este mataporquerense recio, que ha sabido hacer familia, teniendo siempre abiertas las puertas de su casa para que nadie tenga que llamar. Su hermano Chuchín le define perfectamente: «Nunca ha tocado a los demás con las manos frías».
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Ana del Castillo
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