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En las ultimas sesiones plenarias, se ha constatado que el alcalde, cuando es interpelado por el jefe de la oposición, ha dado como respuesta un « ... tu pregunta lo que estimes, Miguel Ángel, que yo respondo lo que sea oportuno», y lo oportuno, por cierto, ha sido el silencio, lo que, a pesar de las buenas formas de ambos –hasta ahí podíamos llegar– no deja de ser una manera de desprecio a quien representa nada menos que a 7.849 ciudadanos. El desprecio es un sentimiento que no deja de ser un comportamiento que lleva implícita falta de respeto, algo de superioridad –sin olvidar que también cierta dosis de inseguridad– cuando no una forma de compulsión ante temores y debilidades. Nada de esto conduce hacia el equilibrio que cualquier sociedad tiene derecho a exigir a sus gobernantes, porque ignorar deliberadamente, rechazar sus interpelaciones, genera distanciamiento, algo necesario hasta en las peleas para el buen gobierno de una ciudad. Es indiscutiblemente lícito que un concejal interpele a quien gobierna, tanto, como el gobernante a no responder, bien porque no lo considera oportuno o por rehuir el choque, ése que suele ser muy práctico para formar la opinión del votante. Ahora bien, en todo esto, ¿dónde queda el ciudadano, ese adorado objeto de deseo electoral? Tanto quienes votaron a los que gobiernan, como a quienes han sido enviados a la oposición, tienen derecho a no sentirse convidados de piedra, ausentes asistentes a lides de cortesano florete mientras que se les usurpa una información de la que quedarían huérfanos si los medios de comunicación, y en especial este periódico, no levantaran el velo que suele tapar a la verdad. La privación del debate que el silencio impone es una forma de torcimiento legal del derecho y el deber de transparencia e información completa y veraz a la que, al menos en democracia, se tiene obligación. Cómplices de esta situación son también los concejales socialistas, miembros de un partido al que esta ciudad le ha concedido el honor de gobernarla durante décadas y que ahora asiste, silente, obediente, y quizás íntimamente zaherido, a un couple arrollador que le permite, como hacía el rico Epulón hacia el pobre Lázaro, recibir las migajas que caen de su mesa. Responsable, es el grupo municipal popular, del que sus votantes tienen el legítimo derecho a sentirse defendidos, pero que evidencia la falta de los 200 gramos para llegar al kilo de experiencia –y la suficiente dosis de 'zorrería' política– frente a un alcalde que ya les saca dos cabezas en escuela municipal. La excelente formación de un concejal como Vargas debería quedar balanceada por el punch de sus compañeros a los que ya les crecieron los espolones en la Casona. Oiga, ¿que va a ser verdad que al final se echa de menos a Iván?
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Ana del Castillo
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