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Los entresijos de la gran diplomacia suelen desarrollarse al margen del escrutinio público. La ciudadanía solo tiene conocimiento de estos a través de los medios de comunicación, y de un modo limitado en gran medida por la información que los propios gobiernos administran y en ... su caso distribuyen a través de sus servicios de información. En ese contexto, los llamados incidentes diplomáticos constituyen una anomalía, que, debido a su naturaleza inesperada y su carácter recurrente, nos ofrece una perspectiva diferente y muy reveladora sobre la política mundial.
En ocasiones surgen a partir de situaciones relativamente triviales, tales como el famoso exabrupto que el Rey Juan Carlos I dirigió al presidente Hugo Chávez, exhortándole a que se callara, en el marco de la Cumbre Iberoamericana celebrada en Santiago de Chile en 2007. Apenas unos meses más tarde el presidente Chávez visitó España y fue recibido con toda cordialidad por Juan Carlos I, y ambos dejaron claro ante la prensa que se había recobrado la normalidad. Pese a lo anecdótico que aquel incidente pueda parecer, lo cierto es que recordó al mundo entero la larga historia que unía a todas y cada una de las representaciones de los Estados allí reunidos, agrupados en 21 repúblicas y una sola monarquía constitucional.
Otras veces, tal y como sucede entre España y Marruecos, responden a asuntos de fondo de carácter contencioso que afectan a la relación bilateral, que emergen de manera recurrente, reclamando la atención de los medios de comunicación y despertando el interés de la opinión pública.
En ese contexto, el reciente incidente diplomático entre España e Israel tiene sin duda una relevancia especial. Ocasionado inicialmente por unas declaraciones algo imprudentes de la embajadora de Israel que incomodaron al Gobierno español, se vio profundizado, contra todo pronóstico, por las declaraciones realizadas por Pedro Sánchez en su visita a Netanyahu, e incluso agravado por la insólita felicitación de Hamás a quien en ese momento ostentaba la presidencia del Consejo de la Unión Europea.
La sucesión de acontecimientos, con las correspondientes llamadas a consultas, ruedas de prensa, la retirada de la embajadora, y finalmente su vuelta a Madrid, fueron objeto de intenso tratamiento por los medios comunicación. Pero el caso revela que la mediatización de los incidentes diplomáticos es particularmente esquiva a las rutinas del control de la información que manejan las cancillerías, y ello hace particularmente complicada su gestión.
La difusión instantánea a través de los medios de comunicación apenas deja espacio para estudiar la situación y dificulta la planificación. El incidente diplomático saca a los gabinetes de comunicación de los gobiernos de su zona de confort. Las cancillerías se ven obligadas a responder en tiempo real. Los agentes diplomáticos se ven obligados a improvisar hasta que sus gobiernos les desplazan de la escena asumiendo directamente el control de la situación. Todo ello además en un contexto en el que, súbitamente, la diplomacia despierta de modo fugaz un inusitado interés, que se desvanece tan pronto como el incidente parece resolverse y se recobra la anodina normalidad.
En suma, puede decirse que la vida internacional está compuesta por una sucesión inacabable de incidentes. Cuando se consideran a fondo, estos revelan que más allá de sobresaltar las coreografías que las cancillerías despliegan en sus relaciones recíprocas, los incidentes nunca son accidentes sin sentido. Bien al contrario, a través de ellos la diplomacia opera de manera inadvertida un constante proceso de ajuste a los imperativos instrumentales y simbólicos que sostienen la articulación entre el orden político interno e internacional. Señalan disfunciones y prefiguran su posible resolución, siquiera provisional.
Es más, el incidente nos recuerda la importancia última del vínculo entre el Estado y el cuerpo social. Opera como un verdadero ritual. Durante el incidente, el pueblo experimenta la existencia del Estado de una manera muy especial. Todo el mundo tiene una opinión. Formulado de la manera más elemental, el incidente diplomático, con su puesta en escena y sus personajes obligados a improvisar, nos recuerda la ficción última sobre la que se edifica el orden internacional: la idea de que las relaciones diplomáticas no serían en última instancia una forma particularmente compleja de relación social conducida por personas en posiciones de poder que nos representan de manera más o menos afortunada, sino de relaciones entre Estados, que parecerían actuar por si solos, 'antropomorfizados', capaces de actuar bien o mal, siguiendo su propia voluntad.
Superado el incidente, recobrada la normalidad, esa ficción se vuelve a restaurar.
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