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De un tiempo a esta parte, estamos viviendo en las instituciones democráticas experiencias que no parecen muy normales. Primero fue el mutis precipitoso del rey de España. De la noche a la mañana, Juan Carlos I renunció, generó un cierto problema político con ... su aceleración, y pasó el cetro a Felipe VI como si le quemase en las manos. La proclamación del nuevo monarca fue algo tristísimo, sin invitados extranjeros de renombre que hubieran servido para relanzar la imagen internacional de España y proporcionar una pátina de universalismo al nuevo símbolo. Aunque se ha llevado todo con discreción, por respeto al mérito del emérito, una abdicación tan brusca y deslucida no fue positiva. Acaso un mal menor, no un bien mayor.
Después han venido las interinidades y bloqueos del sistema político. El año 2016 fue un caso de imposibilidad de formar Gobierno. En 2017, el parlamento de Cataluña proclamó la independencia y hubo que acudir al excepcional artículo 155. Las subsiguientes elecciones autonómicas han dado una Generalitat de 'agit-prop', que ni gobierna ni legisla, solo tuitea. Desde mediados de 2018 volvimos a vivir fenómenos extraños, como el uso y abuso del decreto-ley, cercenando el normal procedimiento de iniciativa y debate parlamentario en cualquier democracia. Cuando hubo que recurrir, precisamente, a dicha normalidad para tramitar la ley presupuestaria, se vio que no era posible. Y, como aún no se puede aprobar un Presupuesto entero por decreto, tras unos cuantos 'viernes sociales' para comprar votos propios con impuestos ajenos, vinieron las elecciones del 28 de abril.
Aún no se ha fijado, dos meses después de esa cita con las urnas, el momento en que empezará a correr el reloj de las investiduras. Tampoco las Cortes han comenzado a controlar al Gobierno en funciones, que hace lo que le place sin parlamentarios que lo vigilen. Esto parece una voluntaria suspensión de la normalidad democrática.
Suponiendo un primer intento de investidura para la semana del 15 de julio, a mediados de septiembre podría morir la legislatura y dar pie a otra fecha electoral en noviembre. De ocurrir así, entre diciembre de 2015 y diciembre de 2019 solo habríamos tenido un año y medio de continuidad gubernamental. El resto es marasmo político y estados insólitos del Estado, como un expresidente del Gobierno dictándole al Tribunal Supremo el sentido de sus sentencias, o un candidato que el 26 de mayo nos prometió dedicarse cinco años al Parlamento Europeo, pero amanece el 26 de junio renunciando al euro-escaño para seguir de ministro. (¿Para qué se presentó, entonces?).
Para Cantabria es mala situación. No rompe su normalidad institucional, pero la afecta, y deteriora su desarrollo socioeconómico. El paralizado año 2016 fue demoledor. El Grupo Fomento solo adjudicó 14 millones de euros. Se recuperó algo el ritmo en 2017 y ya en 2018, con el ministro santanderino empujando los expedientes, se adjudicaron casi 170 millones (más de 1 punto porcentual del PIB cántabro). Pero todo esto quedó en veremos con Ábalos, con la inexistencia de Presupuesto nacional de 2019 y con la incertidumbre actual. Tenemos mucho que perder porque, sin la activación de un ciclo de inversión estatal, la apuesta de estos pasados cuatro años de la autonomía de Cantabria por un gasto corriente excesivo, y por el sistemático recorte de las inversiones programadas (se renunció a invertir 200 millones de euros, que se dice pronto), nos deja muy pocas palancas para crear futuro.
¿Es buena idea depender de las personas protagonistas del bloqueo de 2016, la censura sin porvenir de 2018 y ahora otro bloqueo en 2019? Los precedentes lo discuten. «Lo que sembráredes, recogeredes», se decía en el castellano de otros tiempos.
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Ana del Castillo
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