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Me encantaría tomar unos cafés con Marshall McLuhan para, conversando a fondo, analizar la nueva era de la comunicación. Le preguntaría muchísimas cosas. De entrada, qué opina sobre una escena habitual de la que todos hemos sido testigos y en ocasiones protagonistas: dos personas que ... están juntas no dialogan entre sí y mediante un sofisticado aparato multifunción lo hacen, sin hablar, con otras lejanas. ¿Se puede considerar que practican la comunicación pura? ¿Por qué renuncian a la primaria -mirarse y cruzar palabras, pensamientos...- y optan, en cambio, por entretenerse vía internet o conectar con quienes no se encuentran a su vera? ¿Existe comunicación de primera y segunda categoría? ¿Cuál es en el caso mencionado la de primera? Parece evidente que, como afirmara el reputado intelectual canadiense, la mayoría de ciudadanos «están felizmente ignorantes sobre el impacto que los medios tienen en ellos. Sin darse cuenta de que debido a sus efectos omnipresentes en el hombre, el medio en sí mismo es el mensaje, no el contenido, desconocen que, aparte de todos los juegos de palabras, literalmente funciona, satura, moldea y transforma cada relación de sentido».
La llegada de internet a los hogares y núcleos de trabajo constituyó una revolución mundial sin precedentes para el sector de la comunicación humana, pero aquel acontecimiento se vio plenamente superado con el acceso masivo de la población al móvil. O sea, a un ingenio tan potente que incluso ha conseguido devorar en el lenguaje coloquial la palabra que antaño le precediera: teléfono. En una reciente charla que mantuve al respecto con el director de este histórico periódico, me dijo Íñigo Noriega que en vista del actual panorama y parafraseando al maestro podría afirmarse que «el móvil es el mensaje». Cierto. Hasta el punto de que innumerables ciudadanos no serían capaces de imaginar una fecha del calendario prescindiendo de él. Para algunos, el simple hecho de olvidarlo en casa implica una incontrolable sensación de desasosiego, por lo que acaban volviendo de inmediato sobre sus pasos con el fin de recuperarlo cuanto antes. No digamos ya nada si, en otro supuesto que pone los pelos de punta, no funciona durante unas horas internet. Entonces qué horror, qué angustia, qué agonía. Apocalipsis garantizado.
A través de una magnífica entrevista publicada en la revista norteamericana Playboy a finales de los sesenta, McLuhan reflexionaba así ante el autor, Eric Norden: «Todos los medios, desde el alfabeto fonético hasta la computadora, son extensiones del hombre. Eso causa cambios profundos y duraderos en él y transforma su entorno. Tal extensión es una intensificación, una amplificación de un órgano, sentido o función, y siempre que tenga lugar el sistema nervioso central parece instituir un adormecimiento autoprotector de la zona afectada, anestesiando la preocupación consciente de lo que está sucediendo. Es un proceso bastante parecido a aquello que le ocurre al cuerpo en condiciones de shock o estrés, o a la mente en línea con el concepto freudiano de represión. Yo llamo a esta peculiar forma de autohipnosis 'narcosis narcisista', síndrome por el cual el hombre permanece inconsciente a los efectos psíquicos y sociales de su nueva tecnología». Palabras proféticas. Pronunciándolas, se adelantó décadas a su tiempo; ejerció de auténtico Julio Verne de la comunicación, de individuo que observaba más allá de la punta de la nariz (para unos cuantos homo sapiens, límite insuperable cuando de intuir el futuro se trata). En suma, de admirable visionario.
Sin internet ni móviles, sin WhatsApp ni Twitter, sin Facebook ni Instagram, sin emails ni nada parecido, dispuesto a expresarse libre de prejuicios en torno a lo que avanzaba de modo imparable, McLuhan matizó: «En el pasado, los efectos de los medios se experimentaban de manera más gradual, lo que permitía a los individuos y a la sociedad absorber y amortiguar su impacto hasta cierto punto... Hoy, en la era electrónica de la comunicación instantánea, creo que nuestra supervivencia, y al menos nuestra comodidad y la felicidad, se basan en la comprensión de la naturaleza de nuestro nuevo entorno, porque a diferencia de cambios ambientales previos los medios eléctricos constituyen una transformación total y casi instantánea en los procesos de formación cultural, valores y actitudes». Y remató a continuación la jugada: «Si entendemos las transformaciones revolucionarias causadas por los nuevos medios podemos anticiparlas y controlarlas, pero si continuamos en nuestro trance subliminal auto-inducido seremos sus esclavos». No se puede emitir un aserto con mayor peso argumental. Todos conocemos a esclavos electrónicos, a rehenes de la tecnología mediática debido a su uso sin dosis. Uno, quizá, aparece al mirarnos en el espejo.
Pasado por el tamiz de la teoría mcluhiana, el contenido de un medio puede ser, en la hipótesis más perversa, «el trozo jugoso de carne que lleva el ladrón para distraer al perro guardián de la mente» (sic). Así les -y de rebote, nos- luce el pelo a tantas personas. Internet, paraíso e infierno cuando de ojear la actualidad se trata, constituye un paradigma diario de la aludida metáfora. Quien móvil en mano o activando el ordenador no acierta al elegir la fuente para conocer las noticias y diseccionarlas, paga un alto peaje: el que oscila de la desinformación a la manipulación. Abunda la casuística.
Ante un horizonte de sombras indelebles, ¿hay esperanza? Sí. McLuhan se encargó de razonarla. Agarrémonos, pues, al madero que en plena noche flota en el mar iluminado por la luna. Declaró: «Tengo una creencia profunda y permanente en el potencial del hombre para crecer, para sondear las profundidades de su propio ser y aprender las canciones secretas que orquesta el universo. Vivimos en una era de transición, de profundo dolor e identidad, de trágica búsqueda, pero la agonía de nuestra era es el dolor de parto del renacimiento... Lamento la perspectiva de mi propia muerte porque dejaré tantas páginas de la vida del hombre sin leer. Pero tal vez, como he tratado de demostrar en mi examen de la cultura posalfabetizada, la historia comienza solo cuando el libro se cierra». Amén.
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