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El conflicto entre Rusia y Ucrania (y de tantos otros actores e intereses que se hace casi imposible abarcarlo todo), vuelve a plantear la posibilidad ... de una guerra en suelo europeo. Y es que parece inevitable que, ante la inminencia de un conflicto, cada uno empiece a pensar cuáles son las razones que asisten a unos y otros, y que, entre eso y nuestras filias y fobias –que también juegan, admitámoslo–, acabemos posicionándonos.
En momentos como el actual, el lenguaje nos puede traicionar y llevarnos a confundir la madre de todas las bombas con un hito tecnológico, refugios con guaridas, paz con guerra preventiva, refugiados con cifras y objetivos militares con daños colaterales. Conviene matizar que la paz y la guerra no forman parte de otro juego más de la 'play station'. Cada persona que muere es una dignidad arrebatada y una conciencia llamada a hacer el bien, por equivocado que pueda estar.
La madre de todas las verdades es que la violencia saca de nosotros la peor versión del ser humano. La guerra –tan antigua como actual–, sea considerada legítima o ilegítima, sigue siendo el fracaso más evidente del hombre y la muestra de que para muchos el infierno es una realidad más que cotidiana. Cada lágrima derramada, cada bala disparada o cada bomba estallada, por necesarias que puedan parecer, nos alejan del sueño de la fraternidad universal, a unos de otros y sencillamente, atacan la vida.
Hoy no cabe plantearse la hipótesis de «una guerra justa», la probabilidad de destrucción es tan grande que la consideración de los posibles efectos de la guerra ya no permite poner en la balanza ningún bien ni utilidad superior al daño que causaría. Cuando las atrocidades de Auschwitz se convirtieron en paradigma del horror, muchos se conjuraron para no olvidar. No olvidar la sinrazón de la guerra, el sinsentido de la ambición, la locura de resolver los conflictos por la fuerza, la cobardía de quien no quiso ver, y la mirada implacable que deshumaniza al otro hasta convertirlo en enemigo y víctima buscada.
Lentamente los tambores de la violencia redoblan con más fuerza. Los profetas de la paz son arrinconados como quijotes. Las causas de lo que ocurre son muchas: fanatismos, desigualdad, falta de horizonte y oportunidades, indiferencia, ambición… Hoy, más que nunca, hay que recordar a dónde conduce la guerra. Hay que recordar los «nunca más» de 1945. Y redoblar la lucha por lo justo. Hoy, como siempre, la bienaventuranza se convierte en imperativo. Bienaventurados los que trabajan por la paz. Con palabras, con gestos, con estudio, buscando alternativas… como sepamos. Que no añadamos a este mundo más sufrimiento innecesario.
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Ana del Castillo
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