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Allá, en el amanecer de la Transición, el grito de los demócratas, de izquierda y derecha, era unívoco: «Libertad, amnistía y estatuto de autonomía». Las tres reivindicaciones fueron cumplidamente atendidas. El diseño de la España autonómica no fue sencillo y devino en un acuerdo, poco ... claro, que se refleja muy bien en la doble vía de acceso a la autonomía, que se plasma en la Constitución. Cantabria fue, desde el principio, una autonomía de segunda y por ello no hubo referéndum para que los cántabros ratificaran la decisión.
La implementación de las regiones autónomas se desarrolló a gran velocidad, en una carrera encabezada por los nacionalistas, catalanes y vascos, que buscaban, no una autonomía, sino convertirse en un ente independiente que se adhiriera a la nación española. Transcurridas cuatro décadas, se alzan voces desde diferentes posiciones políticas que reclaman una revisión, que evite la dispersión e iguale los derechos de las personas, al margen del lugar en el que residan.
El catalizador que ha desatado la reacción ha sido la competencia entre regiones para regular la fiscalidad. La puesta en marcha, por el gobierno madrileño, de una serie de rebajas de las diferentes cargas impositivas ha tenido éxito y los imitadores abundan. Andalucía toma medidas similares, Valencia también, e incluso el propio gobierno de la nación, refractario a reducir la carga fiscal, ha seguido el camino de la reducción de impuestos. Se ha demostrado que es posible bajar tasas y gravámenes sin que se resienta el estado de bienestar.
La reflexión acerca de la, quizás, excesiva profundización en el sistema autonómico ha llegado a Cantabria. El propio Miguel Ángel Revilla, regionalista de primera hora y líder de un partido que lleva en su ADN la autonomía, ya ha planteado, públicamente, que sería una buena decisión igualar la fiscalidad en toda España y lo mismo con la educación.
Si se unifican estas dos materias será suficiente para admitir que se ha producido una recentralización, la palabra que nadie quiere pronunciar. Si se está de acuerdo, como al menos de palabra ya se ha hecho, que los gobiernos regionales no tengan capacidad para determinar, al menos en parte, sus fuentes de ingresos, se termina con una de las bases de la autonomía. Es evidente que quien gasta debe recaudar, para evitar los lamentos y eludir la responsabilidad.
Es el momento de realizar una reflexión en profundidad. Inicialmente, el estado autonómico se concibió como una descentralización, un acercamiento de la administración a los ciudadanos… no se pensó en despiezar la sanidad, ni en quebrar la unidad fiscal. El planteamiento inicial de la España autonómica tenía sentido y se asentaba sobre la necesidad de evitar dependencias innecesarias de Madrid, entendiendo la capital de España como un poder omnímodo.
Dentro del diseño de la España autonómica latía el problema que ha desembocado en los excesos que ahora se piensan corregir. La admisión de los derechos forales para el País Vasco y Navarra suponía admitir un término contradictorio con la esencia misma de la carta magna, ya que los españoles dejamos de ser iguales. A esa excepción se sumó la batalla permanente de los nacionalistas por incrementar sus competencias, creando nuevas estructuras policiales, fiscales, económicas y finalmente las educativas y sanitarias.
El resultado de una errónea aplicación del concepto autonómico es vidente: se han duplicado las administraciones, se complica la burocracia, se amplían las brechas entre regiones ricas y pobres, se abren las puertas a la creación de empresas públicas que funcionan como privadas para contratar empleados sin concurso oposición y se limita la movilidad de los españoles, al existir barreras idiomáticas que cierran el acceso a puestos de trabajo a quienes no nacieron en esas regiones. El ejemplo lo tenemos cerca, en Cantabria. En los cuarenta años de autonomía han crecido los edificios para albergar consejerías y se han duplicado servicios, los cántabros pierden oportunidades de empleo en buena parte de España por la imposición lingüística, la carga fiscal es mayor que la que soportan nuestros vecinos del Este y la sanidad pública se ha fragmentado en función de donde residas.
La competencia tributaria ha puesto en evidencia la disfunción de algunos aspectos de las autonomías. Ahora, se habla ya de una homogeneización a escala nacional, de algunas de las cesiones hechas a las comunidades autónomas. Los hechos terminan imponiéndose a las ensoñaciones y obligan a recobrar la sensatez. Algunos políticos rechazan la recentralización, un concepto prístino, pero terminan por aceptar el hecho, con un cambio de nombre.
Las presiones de los nacionalistas, minoritarios en el conjunto de España, no deben marcar una hoja de ruta que conduce a la ineficiencia y que, en nada beneficia a los españoles.
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