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Todos los que hemos trabajado en China, o con chinos, tenemos un buen repertorio de reuniones de negocios rocambolescas. Esta sucedió en Chongqing, en ... julio del año 2015. Llegué a la ciudad agotado, a media tarde, desde la otra punta del país, tras un vuelo de seis horas y después de cinco meses de viajes ininterrumpidos. Llevaba tantas noches de hotel consecutivas a las espaldas que, unos días antes, al desvelarme de madrugada en una de aquellas habitaciones indistintas, me había encontrado a mí mismo mirando el piloto intermitente del detector de humos en el techo de la habitación, desorientado, intentando hilar en qué ciudad me encontraba.
En el aeropuerto de Chongqing estaba esperándome, en un Bentley de alta gama (¡y dorado!), el chófer del señor Wu. El Sr. Wu, dueño y fundador de un imperio con más de 400 tiendas, era uno de los próceres del sector de la marca que yo representaba en China. Me había llamado 24 horas antes para invitarme a cenar en su ciudad y firmar un megacontrato de distribución que yo llevaba persiguiendo varios años. Entramos en la ciudad justo cuando caía el sol. El Sr. Wu había insistido en recibirme en la sede de su empresa. Las oficinas de la compañía ocupaban un rascacielos en el corazón de la ciudad. Exhausto, me quedé dormido mientras atravesamos la ciudad dividida en dos por el curso del río Yangtsé.
Me despertó el chófer al llegar. Al bajar del coche, un pasillo humano de cerca de cien empleados del Sr. Wu, vestidos de guerreros de terracota portando lanzas de las que surgían bengalas centelleantes, me esperaba a los dos lados de una alfombra roja. Al fondo, un resplandeciente letrero de bienvenida con mi nombre en caracteres chinos y una gigantesca pantalla LCD en la que se retransmitía, a tamaño gigante, todo lo que estaba sucediendo. «No puede ser -me dije». ¡Todavía no hemos firmado nada!». Dragones, tambores, mujeres con abanicos, pompa y circunstancia chinescas. Conforme avanzaba, todos aplaudían y coreaban consignas hospitalarias mientras dos o tres cámaras grababan y fotografiaban toda la parafernalia. En la puerta, el director general de la empresa me esperaba con una copa de champán y una arqueta de cemento fresco para que, juntos, rodeados de gran parafernalia y confeti, estampásemos nuestras manos simbolizando el trato a punto de cerrarse.
Tras aquel momento Hollywood, fui conducido a la última planta donde, frente a una gran mesa de té y la increíble ciudad de Chongqing a sus espaldas, me esperaba el Sr. Wu. Envuelto en el humo de su cigarrillo, con mirada cómplice, evidentemente entretenido por el despliegue circense que me había preparado, el Sr. Wu me estudiaba. Yo llevaba un lustro esperando aquella reunión. Él me invitó a sentarme. Acomodándome en el sofá, me detuve en observar los rollos de caligrafía china que decoraban las paredes y las representaciones de cabras, ovejas y carneros que sembraban su despacho. El Sr. Wu me sirvió té ceremoniosamente. Bebimos en silencio. Agradecí su hospitalidad y aprecié la calidad del té Pú'Er que me ofrecía. Yo sabía que él daba el trato (el que aún no habíamos negociado) por cerrado y él sabía -pues yo me había ocupado de repetirlo machaconamente en anteriores reuniones con sus subalternos- que la política comercial de la marca era estricta y que los precios no admitían descuento alguno. Sin excepciones. Pero, para un chino, nunca nada es absolutamente innegociable. Yo le pregunté si quería ver el catálogo de productos. Él me escuchó sin inmutarse y me dijo que eso no le interesaba, que de eso se ocuparían sus subordinados. Le dije además que, lamentablemente, al día siguiente, a primera hora, debía coger un tren bala a la ciudad de Chengdu, donde me esperaba otro importante cliente y que me había cruzado el país únicamente en deferencia a él. Divertido, se rió y, de repente, en un perfecto inglés, me dijo que él, también, tenía que volar a Canadá al día siguiente y que me había invitado a venir de aquella manera súbita porque su asesor feng shui (una suerte de maestro en geomancia) le había recomendado firmar el contrato precisamente ese día pues el calendario lunar era especialmente propicio. Atónito, tras cinco años conversando en chino con él, le pregunté por qué no habíamos utilizado antes el inglés. El Sr. Wu me explicó que todos esos años, a través de colegas del sector, había estado siguiendo mi labor comercial a lo largo y ancho del país, valorando lo que, señaló, es lo más apreciado por un socio comercial chino: la perseverancia. Yo le dije que, efectivamente, uno aprende mucho haciendo negocios en China, incluido el poder adivinar el color de los calzoncillos de quien tiene enfrente. «Los que lleva puestos ahora son rojos», le dije. «Este es el año del carnero y usted es supersticioso». Sin dejar de fumar, sonrió irónico. Firmamos el contrato y me fui a dormir. En algún lugar de la ciudad de Chongqing hay una arqueta con mis manos grabadas en cemento. Hacer negocio en China exige tesón. El resto son historietas para contar en sobremesas familiares.
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Ana del Castillo
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