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Históricamente, las distintas civilizaciones han tendido a criticar los estilos de vida de su juventud, por considerarlos irresponsables, irreverentes, jolgoriosos... Actualmente, y pese a que una de las características esenciales de la condición juvenil es su heterogeneidad y diversidad, existe una tendencia en el ... mundo adulto a utilizar expresiones generalizadoras para referirse a la juventud: «los jóvenes son todos unos...», lo que a menudo suele ir acompañado de la siguiente coletilla: «... salvo mis hijos, que no son así».
Estas injustas generalizaciones no se aplican en otros colectivos sociales, por considerarse -cuanto menos- ofensivas o políticamente incorrectas ( a excepción, quizás, de los inmigrantes, que también las sufren). Hoy a nadie se le ocurría, por ejemplo, afirmar públicamente que las mujeres -o los gays, o los negros- son tal o cual adjetivo.
Este proceso de incriminación hacia todo lo juvenil, especialmente sus prácticas de ocio, se ha visto acentuado a raíz de la pandemia. Como si los jóvenes, con sus actitudes irresponsables, fuesen los principales causantes de las desgracias que nos asolan. A ello habría que unir otro fenómeno -también muy enraizado en nuestra historia y que se ha disparado desde el confinamiento- que yo denomino «el gen Torquemada», el cual se manifiesta en un afán desmedido por acusar y culpabilizar al otro.
Dichas críticas, además, olvidan que los jóvenes han sido uno de los colectivos más castigados por la pandemia, disparándose en ellos la ansiedad ante un futuro (académico, laboral, vital...) que, si antes de la crisis sanitaria se les antojaba oscuro, ahora ya adquiere tintes de tormenta eléctrica. Y se obvia también que fueron jóvenes quienes impulsaron muchas iniciativas de ayuda mutua y voluntariado, durante el confinamiento.
Tampoco debe pasarse por alto que muchos de los rasgos esenciales de la condición juvenil chocan frontalmente con la 'nueva normalidad' que se les ha impuesto. Características como su presentismo y hedonismo («sólo se vive una vez»), la importancia de las relaciones sociales (parejas, amistades...); la noche del finde como espacio propio al margen del control adulto (donde escuchan su música, acuden a sus lugares, se visten a su manera...); la experimentación y el afán por «descontrolar de forma controlada»; la movilidad a otros países; el gusto por lo macroeventos ( festivales, conciertos, etc)... Todo ello ha sido arrasado por el «huracán covid».
Como también han visto limitado el acceso a sus principales lugares de encuentro: los bares y discotecas. Lo cual, a su vez, ha potenciado una tendencia juvenil que se detectaba desde finales de los 90. Me refiero a un cierto cansancio respecto al modelo de ocio basado en «salir de copas» -heredado de la generación de los años 80 y en el que los jóvenes adoptan un papel de meros consumidores- unido a una búsqueda de nuevas formas de ocio, más autogestionadas y baratas.
De ahí se derivarían fenómenos juveniles que en la situación actual aumentan sus riesgos como: el botellón, las raves y fiestas clandestinas, o las lonjas (alquiler de locales de ocio compartidos). Pero también otras interesantes iniciativas que han ido surgiendo en las últimas décadas como: los programas de ocio alternativo, los actuales juegos de escape y los «juegos reales de terror zombi», las quedadas en parques de finales de los 90 (con tambores, malabares, capoeira, etc), los deportes urbanos (parkour, workout, jugger, skate), las «raves sanas» (wake up partys), o la toma festiva de las plazas en el 15M y demás movimientos de protesta.
Y es que las prácticas de ocio de los jóvenes son también heterogéneas. Pese a lo cual se tiende a «meterlas en el mismo saco» y a considerar sospechoso -y peligroso para la salud pública- todo aquello que suene a «ocio juvenil». Incluso algunas voces piden la prohibición de los programas de ocio nocturno, dirigidos precisamente a impulsar entre la juventud un modelo alternativo a los riesgos actuales del «ocio juvenil descontrolado». En definitiva, el ocio juvenil adquiere, hoy más que nunca, una especial relevancia en la vida del joven, quien vierte sobre él grandes expectativas de disfrute. En parte, ante la difícil situación sufrida en los últimos meses. Y, como razón más de fondo, ante las dificultades para emanciparse y hallar una identidad en el ámbito laboral, pese a ser la generación más formada de la historia. Este problema endémico de la juventud española, también se ve acentuado por la pandemia, hasta el punto de que ya encabezamos los índices europeos de paro juvenil, por delante de Grecia.
En este contexto, con un mundo adulto recriminando a los jóvenes su irresponsabilidad ante la pandemia, y unos movimientos juveniles protestando ante los problemas medioambientales heredados (problemas que a su vez influyen en la pandemia); el concepto de «solidaridad intergeneracional» se hace más necesario que nunca, pero entendido en un sentido bidireccional:
Los jóvenes deben entender que la excepcionalidad y gravedad de la situación actual requiere de una modificación en muchas de sus conductas habituales, aunque sea temporalmente (hasta que «escampe el temporal»), con el fin de evitar riesgos de contagios entre sus «mayores». El mundo oficial y adulto, por su parte, debería hacerse más sensible a la problemática juvenil; tomar consciencia de la hipocresía que supone una sociedad donde todo el mundo quiere parecer joven, mientras a los jóvenes sólo se les concede protagonismo a la hora de consumir. Y actuar en consecuencia, con medidas concretas para evitar que se conviertan en una auténtica «generación perdida». Sólo así, poniendo cada uno de su parte y evitando las habituales desconfianzas y acusaciones mutuas, podremos aspirar -y nunca mejor dicho- «a tener la fiesta en paz».
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