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Ya no recuerdo lo que es abrir la puerta sin ver mis brazos envueltos en plástico ni sentir mis manos desnudas sin llevar dos pares de guantes encima de ellas. Escucho mi respiración y mis gafas se empañan con cada espiración. El sudor empieza a ... recorrer mi espalda. ¡Cuánto calor debajo de tantos plásticos! Contengo el aliento un segundo antes de entrar. Dibujo una sonrisa con los ojos a sabiendas de que son los únicos que pueden hablarte. Nunca había sido consciente del lenguaje de la mirada, de todo aquello que son capaces de contar. Esos ojos que cada día veo. Aquellos que expresan miedo. Los que me transmiten esperanza. Los que me hablan de su tristeza y soledad. Aquellos que me piden amor y necesidad de cuidado y compasión. Aquellos que se despiden y los que le piden a la vida un nuevo comienzo. Sé que apenas me escuchas tras esa pantalla, prácticamente no me distingues. Por eso sé cómo es de importante que mis ojos también te cuenten. Que también te transmitan cuidado, esperanza, cariño y fuerza. Sé que estás aquí sola, sé que tienes miedo y además tengo que minimizar el tiempo a tu lado, pero tranquila; intentaré dar todo de mí. Escucho tus pulmones, tan lejos de mí. Te cuento que hoy he hablado con tu hija y que te manda fuerza y amor. Que están a tu lado tan lejos de estas paredes. Cada día te siento más cansada. Tus pulmones luchan contra reloj, pero tu respiración se agita cada vez más. Agoto todos los tratamientos de los que disponemos, pero el cansancio puede más que los fármacos y lo siento en cada visita. Apenas abres los ojos, pero estás en paz, cada día te cuento que tu familia está contigo, cuelgo sus fotos en frente de ti y te acompaño tras mi traje de astronauta. Estoy contigo, lucho contigo. El Sars-CoV-2 gana la batalla. Lo presiento. Lo veo en tus ojos. Pero tranquila, no te dejaré sola. Estoy aquí contigo.
Esa mañana volví a cruzar esa puerta, volví a sentir mi pantalla empañada y el sudor cálido bajando por mi espalda. Esa mañana volví a verte, tu pecho no se movía y tus ojos habían dejado de hablar. Me habías dejado sola. Tras esa pantalla, tras esos guantes, debajo de aquel plástico y entonces, solo entonces; mis lágrimas inundaron mis gafas y me sentí triste y desolada.
Marqué el número de teléfono. Tu hija contestó como cada día. Y tuve que coger fuerza para contarle que ya no estabas aquí y que ellos no podrían despedirte ni volver a verte. Contuve mis lágrimas para poder hacerlo. El adiós es triste, siempre lo es. Pero el adiós en soledad es terrible.
Todos los ojos que me han sonreído y hablado a lo largo de estas semanas, todos esos ojos, forman ya parte de mí y de mi manera de afrontar la vida y el trabajo. Gracias a todos ellos. Gracias por esas miradas llenas de vida. Gracias.
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