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Siempre relacioné las olas con algo agradable. Cuando era pequeño tenía miedo de las del Sardinero, por eso prefería ir a la Magdalena. Pero ... con los años descubrí que podían dominarse para que te llevaran a la orilla. El autobús del Racing ya había traído la primera tabla de surf por encargo de Chuchi Fiochi, pero yo no sabía nada de esas cosas, así que me conformaba con extender los brazos y dejarme llevar. Luego supe de otras olas, las espectaculares de bella estampa que se rompían en la isla de Mouro, o las felices que el entusiasmo colectivo generaba (ya ni me acuerdo) en las gradas de los Campos de Sport para celebrar triunfos y goleadas mágicas. Pero ahora las olas me dan mal rollo. Entran en la arena saqueando las playas, invaden el asfalto del litoral para destrozar todo lo que se les pone por delante y suben y bajan para indicarnos la evolución del macabro balanceo de muertes por la pandemia.

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