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La Navidad y el Año Nuevo excitan la efímera expectativa de un futuro mejor. Agitan dentro de nosotros la esperanza. Lo único bueno que escondieron ... los dioses en el recipiente mitológico de la Caja de Pandora resucita una vez al año con buenos augurios y propósitos, como despedida de infortunios e incluso como suerte, ante la perspectiva de que la lotería nos bendiga con un futuro sin la angustia de los números rojos.
Los billetes sin premio consuelan las esperanzas rotas con la suerte de la salud. Aunque también, desafortunadamente, con matices. Porque parece más fácil que la conserven quienes pueden financiársela en paralelo al sistema público.
Cabe preguntarse qué pasa con los desafortunados en salud y lotería. Dónde queda la esperanza de quienes sufren el efecto inverso: la desesperanza de tener que acudir al hospital. Saturado, como siempre, desde hace décadas, sin que nadie haya puesto remedio más allá de parches notoriamente insuficientes: disuadirnos de acudir, menospreciar nuestras afecciones sin riesgo de muerte inminente y normalizar esperas de cuatro horas en un ambiente sin intimidad ni dignidad. Donde el paciente vomita, hace sus necesidades o se duele ante la mirada de extraños en el escaparate hacinado de una sala de espera. Donde los propios sanitarios están desbordados.
Un año más se repite la clásica saturación. No es ninguna sorpresa, pero no se anticipa remedio alguno a la situación ya complicada de continuo sin que la empeoren las gripes invernales.
Desde la ventana de un hospital se ve pasar la vida, silenciosa, como en un espectáculo de mímica. Una chica en patines, un hombre con bastón, un chico que sube al autobús. Entre esa habitación y la vida hay un cristal que nos impide tocarla, que nos hace añorar lo cotidiano, suplicar una tregua de salud para llegar al cumpleaños de alguien querido, respirar sin dolor, viajar, amar, caminar, sentir. Aquello que ante la desesperanza de noches de hiel en blanco se convierte en un ferviente anhelo. Por eso, en ningún rincón de ningún hospital deberíamos sentirnos huérfanos de intimidad y dignidad. Ni deberíamos rendirnos a la desesperanza de que todo siga igual.
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