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Hay sobre todo», decía en 1931 José Ortega y Gasset a sus colegas diputados desde la tribuna de las Cortes republicanas, «tres cosas que no podemos venir a hacer aquí: ni el payaso, ni el tenor, ni el jabalí». El motivo de esta ... admonición, frecuentemente citada en nuestra prensa desde entonces, era el tono con que muchos oradores del naciente régimen se expresaban en el hemiciclo, y que el filósofo clasificaba así en dislates, florituras y acometidas. En semejante descripción podría ya presumirse la dificultad de la época para gestionar demagogias, vanidades y resentimientos. El propio Ortega habría caído en ocasiones en la tentación de tenor, si hay que hacer caso de algunos comentarios de Josep Pla, cronista en aquel parlamento para La Veu.
La ciclotimia de los pueblos, que unas veces están más agitados y otras más tranquilos sin que se sepa muy bien por qué (no se ha explicado de modo concluyente esta psicología ondulatoria de las colectividades), exige del político repuestas bien distintas según la fase de la onda que le haya tocado gerenciar. En las más serenas debe preservar el bienestar público, pero también fomentar cierta innovación para que la sociedad no se duerma en los laureles con los discursos complacientes de los tenores. En las más ariscas, debe alimentar la lealtad a la base común para que las diferencias de opinión no degeneren en rupturas espirituales y de convivencia, que los discursos estrafalarios o cargados de inquina pueden catalizar.
Desde la moción de censura de 2018 se viene observando en la esfera pública un lenguaje y unos ademanes muy, como diría Cantinflas, «alterativos». Traía de prólogo el lío monumental organizado en Cataluña en 2017, pero, al desaparecer súbitamente la templanza retórica de Rajoy y su tecnocracia, los mares de las palabras entraron en periodos de galerna. Casi todo lo que se podía oír era de alguno de los tres tipos orteguianos. Y temía uno que acabara habiendo en los hemiciclos y en los medios tantos jabalíes como en mi pueblo, donde ya campan a sus anchas hozando por las huertas y destrozando lo que les place, como es propio de un chon con púas. (Esto de 'chon' me han dicho en la Real Academia que no lo incluyen en el Diccionario porque es un regionalismo del norte de España, así que lo uso aquí para panhispanizarlo).
Quienes creemos necesario el sentido del humor hemos lamentado el fallecimiento del actor y escritor británico Terry Jones, miembro de los celebérrimos cómicos Monty Python y director de un clásico del cine satírico, 'La vida de Brian' (1979). Muchos mensajes políticos de los últimos años no son muy diferentes de episodios televisivos de los Python como 'Encarar la prensa', emitido en diciembre de 1970. Ejerciendo de reportero, Eric Idle pregunta al ministro del Interior (Graham Chapman): «En su plan Una Gran Bretaña mejor para nosotros usted prometió construir 88 billones de casas al año solo en el Gran Londres. De hecho, ha construido únicamente tres en los últimos quince años. ¿Está usted un poco decepcionado con este resultado?» Y contesta el ministro, que va vestido lujosamente: «No, no. Me gustaría responder a esta pregunta, si se me permite, de dos modos: primero en mi voz normal y luego en una especie de bobo gimoteo chillón». El periodista tapa la voz del ministro y continúa describiendo su espectacular atuendo como si fuera un programa de alta costura. Cuando intuye que el ministro ha terminado su declaración, retoma la entrevista para despedirlo.
Naturalmente, usted puede muy bien hacer una larga colección de promesas incumplidas en los últimos tiempos, tanto en España como en Cantabria, pero también constatar cómo en muchas ocasiones estas situaciones pasan desapercibidas porque medios y audiencia, al alimón, se centran en las apariencias y el 'atrezzo' de la política. Esto permite que los infractores de compromisos puedan responder más o menos como Chapman: voz normal o voz aguda, a elegir.
Tenores no hay muchos, porque en la comunicación política predomina definitivamente lo que Ortega criticaba ya en aquellos oradores de su tiempo: el 'latiguillo' que busca provocar la respuesta emocional del grupo, a diferencia del argumento que se encamina a la razón de oyente. El filósofo sufría mucho con ello y censuraba que la gente se dejara «embriagar» por palabrería: «Yo no quiero hacer política con borrachos». Podríamos, sin embargo, considerar actualmente tenores a todos los que cantan músicas celestiales, y en Cantabria como en España nos han cantado unas cuantas, con entonaciones muy persuasivas, que, por desgracia, no se han traducido en los acontecimientos que anunciaban. Ahora los que «cantan» son los incumplimientos y por eso nos siguen llenando el vaso con el vino de las palabras, para ver si nos embriagamos otra vez y no pedimos cuentas.
Quedan los jabalíes. Proliferan no solo por la inusitada frecuencia de las convocatorias a urnas, que caldean el bosque político, sino también porque se están perdiendo un poco las formas y los respetos. Se hace mucho argumento 'ad hominem', contra la persona, no contra la idea. Se lanzan fórmulas simplistas que producen sonrojo, verdaderos sofismas. Personalización excesiva de la política y vaciado de su razón práctica van de la mano. Esta pugna de las élites, al caer al nivel sofístico como hemos presenciado en la 'embestidura' de Pedro Sánchez, produce fracturas del cuerpo social luego difíciles de escayolar. El nivel de irritación en la conversación cotidiana sobre materias políticas anda en máximos ibéricos. En las redes ya rebasa la estratosfera.
Hoy un político educado, discursivo y que se centre en realidades luce como un friqui en un ambiente público cada vez menos distinguible de su versión satírica. Antes una persona destacada se convertía en personaje: ahora parece que hay que ser personaje para llegar a persona destacada. Aún no se ha descubierto el 'pin oratorio' para librar a la audiencia de los tres tipos orteguianos y promover una política más deliberativa y menos proclamativa.
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