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Diversos autores han subrayado que las diferentes sociedades y/o diferentes épocas tienen un 'orden del tiempo', es decir, que en ellas unos de los tres tiempos (pasado, presente o futuro) es el que manda en la mentalidad y la acción humanas. Por ejemplo, ... el historiador François Hartog señala que, hasta la Revolución Francesa de 1789, el régimen histórico era pasadista: las personas se orientaban a la tradición, al pretérito, y se buscaba en la historia la relación de casos ejemplares que imitar. Como decía Lord Bolingbroke, la historia era «filosofía enseñada con ejemplos». El presente se sometía al pasado, y el futuro no era algo que se debía considerar, excepto en la remota escatología cristiana sobre un final de los tiempos.
Entre 1789 y 1989 (la caída del Muro de Berlín), el régimen temporal fue comandado por el futuro: había un deseo de construir una sociedad según los criterios racionales, científicos, libertarios e igualitarios, como en el positivismo de Augusto Comte o en las reivindicaciones de los trabajadores como en la interpretación marxista de la historia. El Progreso, la Emancipación (personal o nacional): el futuro era el dueño del calendario. Curiosamente en esta época es cuando más se desarrolló la ciencia histórica, pero su utilidad consistía, con frecuencia, en servir a los proyectos de futuro de liberalismos, nacionalismos, humanismos y demás ismos.
Según Hartog, la evaporación del comunismo supuso el fin del futuro como jefe de nuestra orientación en el tiempo. Entramos en el 'presentismo', es decir, el mandato del presente, uno de cuyos síntomas es la preponderancia de la memoria (el que «estaba presente») sobre la ciencia histórica, con actividades memoriales y de patrimonio que al presentificar el pasado le dan un papel muy relevante (como presente). Esto tiene también que ver con lo que el periodista norteamericano David Rieff ha criticado en su 'Elogio del olvido: la memoria histórica y sus ironías', y con muchas otras obras con cuya mención no tengo derecho a invadir a estas horas su campo visual (o auditivo, si el ordenador se lo está leyendo a usted).
Ya Ortega, adelantado de todo excepto de sí mismo, apuntó hace casi cien años, al explicar por qué no podía haber más revoluciones, que las sociedades pasan tres etapas: la joven, orientada por la tradición y en la que se forman las naciones para luego 'gastarse' en empresas exteriores; la época racionalista, radical o utópica, centrada en el individuo y en el futuro; y, a la vista de la reiterada imposibilidad de la utopía, por agotamiento, épocas terceras, místicas o supersticiosas, temerosos presentes del «alma desilusionada». Para él, revoluciones, en el sentido de cambios mentales profundos en la sociedad, solo se daban en la etapa segunda, de utopismo y radicalismo. Eso Occidente ya lo había probado y se estaba desengañando. Uno no tiene claro que con los valores que Ortega promovía por entonces se podría salir de la desilusión para volver a un cierto utopismo de ímpetu vital. Porque él defendió siempre el futuro y el espíritu de empresa como rasgo de la vida. En todo caso, siempre se puede decir con el viejo liberal napolitano Benedetto Croce que, perdida la inocencia, queda la virtud.
Pero podría ser cierto que en los últimos veinte años el futuro nos dirige menos; el pasado como tal no es ejemplar venerable para nosotros; y el presentismo del consumo y del emocionalismo es el gobernante de este orden del tiempo que habitamos. Un presente que incluye un pasado demasiado a flor de piel. Recuerdo aquella parábola sobre un achispado que iba por el cruce de Barreda gritando «¡Muerte a los judíos!» Le paró la Guardia Civil y al preguntarle el motivo de su sentencia, él respondió: «Pues porque mataron a nuestro señor Jesucristo». «Hombre», replicó un guardia, «si eso fue hace dos mil años...». «Ya», justificó el borracho, «¡pero yo me acabo de enterar hace cinco minutos!». El presentismo es una lucha cultural por establecer el contenido de esos cinco motivadores minutos de pasado imperdonable.
El coronavirus nos ha metido en un presente ampliado al inmediato futuro de fases de 'desescalada' y renormalización. Parece que ahora hay un futuro cercano por el que trabajar: por ejemplo en Cantabria con el paro, la pérdida de negocio en amplios sectores, la demora o riesgo grave para proyectos que se venían anunciado, la reducción del nivel de vida por caída de ingresos netos en los hogares y la espiral negativa que todo desplome de demanda agregada induce. Un horizonte de preservar la salud hasta que haya vacuna para el Covid-19 en un año; y un menos claro horizonte de medidas para un rebote económico a partir del verano y para un otoño lo más 'normal' posible.
Sin embargo, existe el riesgo de que el presentismo nos domine de nuevo. Lo importante del empleo no es solo la cantidad, sino qué mercado de trabajo consideramos adecuado para el tipo de sociedad donde nos gustaría vivir. Y de la educación no es la mampara ni la distancia entre alumnos, sino si los modos de programación, contenidos y comunicación son aceptables ya. Y de la sanidad, no el presupuesto, sino cómo se emplea y con qué resultados. Llevamos dos años con una fórmula política que era como el halo de antiguos utopismos (también con su parte algo menor en Cantabria, gobernada por un presentismo abrumador, todo táctica) y el riesgo cierto de correr en vano detrás de espectros que solo conducen al «alma desilusionada» de Ortega, a la mística de símbolos y fósiles verbales, Oficina de Objetos Perdidos de todas las ideologías, pero no al porvenir. Cantabria debería dejar que el Futuro vuelva a mandar un poco con su espíritu crítico, innovador, de rediseño a largo plazo. Protegernos y recuperarnos, pero no para volver al presentismo a la espera del siguiente desengaño. Que no hemos pensado en futuro queda claro con lo que ha pasado. Filosofía enseñada con un ejemplo.
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Ana del Castillo
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