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Una de las palabras que más se utiliza en el neolenguaje político es: «transparencia». El diccionario de la RAE define este vocablo de la siguiente manera: «Dicho especialmente de una gestión o de un proceso que se realiza sin que se oculte información sobre la ... manera en que se hace o se desarrolla y, en particular, sin que haya duda sobre su legalidad o limpieza». Un concepto que garantiza que las decisiones de la gestión pública son legales y limpias. Para vigilar la transparencia se han desarrollado diferentes mecanismos de control. Órganos independientes que puedan proporcionar un mínimo de imparcialidad a la hora de tomar decisiones que afectan a las personas.
La salud de una democracia se puede medir, entre otros indicadores, por los niveles de transparencia con que actúan las diferentes administraciones. Cuando no hay nada que ocultar. ¿Quién puede oponerse a que el pueblo soberano conozca en que se gasta el dinero que aporta en forma de impuestos? En esta materia, como en tantas otras, los políticos ofrecen buenas palabras que, en numerosas ocasiones, desmienten los hechos. El 27 de diciembre del año pasado, hace veinte días, El Diario Montañés informaba en portada: «El Gobierno regional renuncia al órgano que prometió para fiscalizar empresas públicas». Esa noticia, de gran calado, apenas ni ha tenido repercusión. Tras poderse leer en la portada del periódico, bien destacada como merece un hecho de ese relieve, el eco ha sido nulo. Con esta oposición el Gobierno puede permanecer tranquilo, tiene garantizada la continuidad.
La importancia de ese paso atrás, en un control que acordaron por unanimidad las fuerzas políticas, supone una licencia de impunidad para el manejo de miles de puestos de trabajo por parte del ejecutivo de turno. Las empresas públicas, en sí mismas, son una prueba de que el concepto de servicio público no debe ir unido a que sea gestionado directamente por el gobierno. La puesta en marcha de empresas que funcionan con criterios que nada tienen que ver con la función pública, pero son sostenidas con dinero público, suponen el reconocimiento de que la gestión privada es más eficiente.
Los ejemplos están a la vista: La recogida de basuras en municipios de derecha e izquierda los gestionan empresas privadas y lo mismo el cuidado de las zonas verdes, el abastecimiento de agua, etc. A pesar de las evidencias, los partidos políticos, cuando gobiernan, se resisten a perder el control directo de esas fuentes de empleo, que no precisa oposiciones ni concurso de méritos. Las empresas públicas han proliferado en toda España, y Cantabria no es una excepción, lo que genera una red clientelar y una pérdida de eficiencia.
La retirada de la creación del órgano de control de estas empresas es un síntoma de cómo son una herramienta para crear una red clientelar, con designaciones a dedo, tanto de altos cargos, como de trabajadores sin cualificar, para ocupar puestos de trabajo como si fueran una empresa privada. Es decir, por la voluntad de la dirección… nombrada por el partido gobernante de turno.
En Cantabria las empresas públicas cuentan con miles de trabajadores y con muchos millones de inversión. El nuevo mecanismo de control, abortado por el gobierno autonómico, contemplaba que representantes de los partidos de la oposición se integraran en él, lo que permitiría su acceso a los diferentes procesos y podría ser, al menos, una pequeña garantía de que tanto la contratación de personal, como de los servicios complementarios, se llevara a cabo con imparcialidad.
La tesis, que se ha introducido paso a paso en la opinión pública, según la cual los servicios públicos deben ser prestados por empresas públicas, es un error que pagamos todos los ciudadanos con nuestros impuestos. Los servicios de áreas básicas como la sanidad, la educación, la dependencia, etc, deben llevarse a cabo con un criterio de calidad y de coste. No es necesario resaltar la eficiencia del sector privado frente al público –la creación de empresas públicas es la prueba– y por ello sería procedente variar el mantra de que las privatizaciones son perjudiciales. En la puesta en marcha del nuevo hospital Valdecilla está la prueba del éxito de la colaboración público-privada, en la prestación de la asistencia sanitaria.
Las medidas a adoptar están claras: O mantener empresas públicas con un estricto control o privatizar los servicios mediante un concurso público, como ya sucede en muchos servicios en nuestra región. La negativa a crear un sistema de control es una grave paso atrás en la senda de mejorar la transparencia.
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