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La Alianza Atlántica no aparecía como una organización con unos objetivos actualizados y con una estrategia clara sobre cuál iba a ser su papel en un nuevo orden mundial centrado en China y Asia Pacífico. Pero la confrontación en Ucrania ha puesto de manifiesto el ... presente y el futuro de la organización e incorpora una renovada perspectiva de la OTAN, de Rusia y de Europa, en este complejo tablero global. Si la tensión no deriva finalmente en un enfrentamiento armado, el resultado de las acciones combinadas de diplomacia y disuasión que están en marcha pudieran tener finalmente como resultado una ecuación en la cual la 'x', sobre la capacidad rusa para ejercer sus capacidades como una potencia global, ha quedado definitivamente despejada, mientras la 'y', sobre la necesidad de una seguridad euroatlántica firme y compartida, ha quedado a su vez multiplicada.
Putin decidió hacerse presente en Ucrania contando con las ventajas de un Biden debilitado tras un primer año marcado por la retirada de Afganistán y la crisis pospandemia, con un liderazgo europeo vacío sin Angela Merkel, y con el invierno energético. Pero en su cálculo no había suficientes certezas sobre la capacidad de la alianza occidental para reaccionar ante los desafíos del nuevo orden, que nadie conoce. Se equivocó, o contaba de antemano con equivocarse. La OTAN ha reaccionado con eficacia para poner en marcha planes de disuasión acordados por los países miembros, los cuales se han mostrado implicados, desde el primero hasta el último, en hacer frente a la ofensiva estratégica rusa. Y que ahora están más capacitados para comprender la naturaleza del nuevo orden mundial: o estás preparado para el cambio y asumes tus compromisos de seguridad y defensa sin perder o debilitar tus valores democráticos, o estás condenado a caer en las garras de los regímenes autoritarios que acechan para reclamar su interés, nacionalizándolo, e influir en cualquier territorio en donde las libertades no hayan conseguido imponerse a la represión.
El presidente del Council of Foreign Relations, Richard Haas, explica en distintas conferencias algunas características del orden bipolar de la Guerra Fría para recordar que determinadas dinámicas de actuación entre la Unión Soviética y Estados Unidos no estaban escritas, sino que se sostenían mediante acuerdos no explícitos. Por ejemplo, el de evitar un enfrentamiento directo entre las dos potencias para no provocar una escalada bélica. En este sentido el conflicto de Ucrania, más que remover la Guerra Fría, estaría sirviendo a los actores para calibrar la capacidad de actuación del rival y la voluntad de sus dirigentes y opiniones públicas. Y valorar así los límites que cada parte es capaz de asumir y los intereses que considerarían prioritarios en una disputa futura o a mayor plazo.
Sin embargo, conviene recordar que durante la etapa de la bipolaridad se produjeron errores de cálculo y enfrentamientos muy costosos y prolongados, por lo que debería considerarse que esta política de fuerza entre potencias ('power politics'), tiene que complementarse con acuerdos de cooperación y limitación de capacidades como fueron en su momento los que se adoptaron sobre el desarme o la seguridad colectiva. Y en este sentido, el conflicto de Ucrania podría servir también para poner sobre la mesa diplomática algunas cuestiones políticas y de defensa para hacer más estable la seguridad de Europa, que no debilitaran la soberanía de los estados, pero que tuvieran en cuenta los intereses, demandas y riesgos de los actores implicados. En este sentido, el acierto de haber trasladado al Consejo de Seguridad de Naciones Unidas el debate sobre la cuestión, puede reforzar también unos ámbitos multilaterales de diálogo, que permitan encauzar las relaciones entre actores hacia otras dinámicas de negociación y de cooperación.
La alta tensión en Ucrania es un buen momento para modificar políticas y estrategias fallidas. En el caso de Rusia su recurrente propuesta de hacer uso de la fuerza intimidadora de sus tanques y gaseoductos, sin reparar en la consecuencia de que tales acciones terminan por unir a los rivales en una causa común. Por ejemplo, el establecimiento de sanciones económicas, que serían muy importantes en este caso y que tanto daño provocan en la sociedad rusa. Pero la OTAN y los aliados occidentales tendrían ahora que aprovechar para definir con mayor claridad sus compromisos con la defensa común y los objetivos prioritarios para los próximos años, donde la unidad de los miembros en torno a unos valores liberales y democráticos tendrá que estar mejor cohesionada políticamente. Y, probablemente, habría también que reflexionar sobre la dinámica previa de rivalidad que ha venido desarrollándose en los últimos años en la región, donde Georgia, el Maidán, Crimea, el Donbass, las revueltas sociales o el populismo alentado desde el exterior, y tantos otros ejemplos, se han convertido finalmente en el camino que conduce hacia el precipicio de una confrontación de mayor envergadura. Putin haría bien en acordar un final en tablas y dar por satisfactorios los logros políticos de haber frenado la expansión de la Alianza en Ucrania y alterar así la política de sus rivales, dejando clara su influencia en el orden internacional durante varias semanas. Pero más allá, no debería de prolongar la tensión en el centro Europa porque de ser así, el efecto está siendo el de ensanchar los límites de la OTAN y el papel de Estados Unidos, ahora como primera potencia aliada, para que sigan sumando recursos, espacios estratégicos y argumentos para hacerse más fuertes en Europa. Donde, por cierto, hemos recobrado el interés por nuestra seguridad.
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